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La guerra perdida de Trump

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No es fácil volver de las vacaciones. Especialmente si tus últimos días debajo de la sombrilla coincidieron con la llegada Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos y su posterior declaración de guerra a los periodistas.

No es fácil volver de las vacaciones. Especialmente si tus últimos días debajo de la sombrilla coincidieron con la llegada Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos y su posterior declaración de guerra a los periodistas.

La ventaja de haber estado ausente durante estas dos semanas es ahorrarse la colección de diatribas que semejante palurdo, puesto al mando de la primera potencia mundial, recibió de los periodistas de casi todo Occidente.

¿Es razonable criticar tan duramente a un presidente que acabe de asumir? ¿Lo es organizar marchas en su contra? Cualquiera sean las respuestas habrá que aceptar que ponerse bajo el mando de Trump o delegar en Madonna el eje argumental de la protesta tiene un siniestro parangón: si así está planteada la batalla, reconozcamos de una vez que la política tal como la conocimos (hecha con cierto rigor intelectual por políticos, intelectuales, actores sociales y ciudadanos responsables) va camino del cementerio.

Ya que estamos, aceptemos también que la lucha de Trump contra los periodistas es legítima. Los dirigentes como Trump, Maduro, Le Penn, Pablo Iglesias y tantos otros de esa calaña, sólo puede mentir descaradamente si los periodistas seguimos dedicados a un pasatiempo en el que nos ha pillado la era de la post-verdad y que se expresa de dos maneras, aparentemente antagónicas: 1) poniéndole micrófonos con complacencia a todo aquel que pueda llenar nuestros largos espacios, o 2) convirtiendo este foro público, cuyo sentido último es el control independiente del poder, en un tinglado partisano que abandone la búsqueda leal de la verdad.

Buena parte de los medios que expusieron una y otra vez las descaradas mentiras de Trump, han entrado en el juego de vulgarizar su mendacidad y retratarlo en su peor versión (que es la que nos da casi todo el tiempo), soslayando que quienes lo llevaron al sillón principal de la Casa Blanca tienen buenas razones para no creer en los políticos, en la política y en la representación de la verdad que reciben de los medios. Una realidad electoral que quizás nos dé algún disgusto en las próximas elecciones si no hacemos algo.

Días atrás en estas páginas, Pablo da Silveira terminaba su columna sobre “Relato y post-verdad” advirtiéndonos que “la batalla por una política sana es ante todo una batalla por la verdad”. Si esto es así, y lo es, hace bien Trump en declararnos la guerra. En efecto, mientras haya periodistas, habrá que cuidarse de mentir u ocultar maliciosamente una parte de los hechos. Eso siempre y cuando los profesionales del periodismo asumamos que entre nosotros y el poder hay un muro infranqueable y que, en caso de duda o adocenamiento cómplice, más vale dedicarse al marketing.

Así las cosas, aceptemos con resignación enfrascarnos en una guerra que nos honra, y que tendremos ganada de antemano si seguimos cuestionando al poder; esto es, haciéndole a los poderosos las preguntas pertinentes y las que no, y exhibiéndolos en paños menores, si fuera del caso, con independencia de preferencias ideológicas. No otra cosa significa batallar por la verdad desde la trinchera del periodismo.

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Gerardo Sotelo

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