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Discriminación y frivolidad

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Mientras intentaba escribir estas líneas, me distrajo la actuación de la murga Don Timoteo. Venía de unos días ocupado en discutir sobre la discriminación y la frivolidad, dos lacras sociales de las que deberíamos hacernos cargo.

Mientras intentaba escribir estas líneas, me distrajo la actuación de la murga Don Timoteo. Venía de unos días ocupado en discutir sobre la discriminación y la frivolidad, dos lacras sociales de las que deberíamos hacernos cargo.

Los seres humanos tenemos un largo camino por recorrer antes de que podamos decir con orgullo que vivimos en una sociedad en la que nadie es dejado de lado por causa alguna que no derive de sus talentos y sus virtudes, como reza el artículo 8 de la Constitución.

La elite feminista busca enmendar la subrepresentación parlamentaria manteniendo la cuota, sin disimular que el fruto de esta ortopedia democrática no será más que una nueva oportunidad de quedarse con los cargos. Ya pasó en Noruega, el país más inclusivo del mundo, y no hay razón para pensar que no ocurrirá en Uruguay: la “cuota de género” la pagan también las mujeres menos favorecidas, discriminadas por ser pobres, poco instruidas o por vivir en pequeñas ciudades del Interior o en el campo, y termina beneficiando a las que ya se encuentran entre las privilegiadas.

No es que la discriminación sea menor entre la elite masculina, acostumbrada desde siempre a completar las listas con amigotes más o menos presentables, muchas veces en detrimento de otros hombres (y mujeres, claro que sí) con mayores talentos y virtudes. Por cierto, la discriminación machista es una lacra social, que a diferen- cia de la discriminación feminista, no cuenta con amparo legal.

Pero a falta de inspiración para completar esta columna me entretuve con Don Timoteo haciendo el cuplé de las madres.

El arte es capaz de hacernos ver un problema complejo y contradictorio, sobre el cual leemos y reflexionamos por largo tiempo, desde una perspectiva inesperada. De repente desaparecieron las consignas, las cuotas, las ideas y prejuicios propios y ajenos.

La madre (la mujer-madre) parodiada con libertad e inteligencia, nos conmueve mucho más que cualquier discurso porque nos conecta con unos seres humanos reales, que conocemos, comprendemos y amamos. La frivolidad, en cambio, no tiene lobby, por lo que sus miserias no están en la agenda política ni de los medios.

¿Cómo es posible que un murguista crea del caso burlarse de la reacción emocional de una viuda ante la muerte de su marido? ¿Có-mo es posible que un hom-bre grande haya confundido las manifestaciones de una mujer en estado de shock con el saludo de “la reina del carnaval”?

¿Cómo es posible que lo único que se le haya ocurrido pensar es que “tan dolida no estaba”? ¿Cómo es posible que quien se dice artista sea tan frívolo? Y finalmente, ¿qué tienen en común el letrista de Don Timoteo y el de Momolandia, salvo que sus obras competirán en la misma categoría?

Lo que diferencia a los artistas de los propagandistas es que aquellos pisan donde duele y nos hacen mejores personas, mientras que estos solo piensan en el dinero o la ideología, dos fetiches que a veces se parecen demasiado.

Por cierto, la propuesta de Don Timoteo es extraordinaria, pero me hizo olvidar que debía escribir unas líneas sobre discriminación y frivolidad.

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Gerardo Sotelo

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