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Censura 2.0

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Es difícil entender cómo el Ministerio del Interior del presidente Vázquez decidió un día emprender el bochornoso camino de la censura.

Es difícil entender cómo el Ministerio del Interior del presidente Vázquez decidió un día emprender el bochornoso camino de la censura.

Es sabido que una medida así de inconstitucional (no hay derecho que goce mayores garantías en la legislación nacional e internacional que la libertad de expresión) suele ser causa de condenas y generar efectos contraproducentes: victimiza y populariza a la voz que se quiere callar, y expone a la crítica, cuando no a la burla, al censor.

El Ministerio obró con tanta falta de tino o tan mal asesorado, que terminó mostrando la hilacha. El escrito presentado ante la Justicia penal para silenciar a “Chorros_uy” afirma que la conducta desplegada por los responsables de la cuenta, en la que se difunden comentarios y videos sobre el mundo delito y la vida en las cárceles, “solo puede tener el móvil de infundir temor en la ciudadanía”.

Dicho de otro modo, el gobernante criticado pretende reservarse el derecho de atribuir intenciones y en base a estas, censurar a quien lo critica. No pasaría una semana antes de que llegara la primera condena internacional.

El presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de la SIP, Roberto Rock, afirmó que la medida del Ministerio “incurre en el vicio de culpar al mensajero” y es “contraria a la normalidad democrática”, en la que la ciudadanía usa las herramientas informativas a su disposición para “dar cuenta del estado de los temas públicos”. Si alguien piensa que este debate es propio de la actual contingencia política se equivoca al menos en unos… ¡trescientos setenta años!

En 1644, el poeta y ensayista inglés John Milton realizó un discurso sobre libertad de expresión del pensamiento, oponiéndose a las licencias de impresión que por entonces se requerían, so pretexto de impedir que se divulgaran herejías. “Cuando las quejas son libremente escuchadas, profundamente consideradas y rápidamente corregidas, estamos ante el límite máximo de las libertades civiles que buscan alcanzar los hombres sabios”, sostendría Milton frente al Parlamento inglés. Su discurso adelantaría el reloj de la historia. Unos ciento cincuenta años después, Estados Unidos iba a aprobar la primera enmienda a su flamante Constitución, que prohibiría al Congreso votar leyes que limitaran la libertad de expresión.

Desde entonces, la doctrina internacional en la materia es abrumadora. Desde entonces también, los represores intentan vulnerar las garantías constitucionales apelando a la Justicia e invocando delitos como los de difamación e injurias. Los uruguayos aún recordamos cuando la dictadura esgrimía la figura de “vilipendio a la moral de las Fuerzas Armadas” como coartada para censurar las versiones del régimen que les resultaban molestas.

De aquello a esto no existe diferencia doctrinaria ni procedimental alguna.

La libertad de expresión sigue siendo una salvaguarda de que los gobernantes escucharán voces diferentes a las propias, incluso si estas esgrimen argumentos falsos o injustos a sus oídos, en el necesario camino de “los hombres sabios” a la rectificación de errores.

El otro nos lleva a la censura, la necedad y el bochorno.

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Gerardo Sotelo

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