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¿Qué es lo que hace que a pesar de la extendida sensación de decepción ciudadana, de desencanto político y falta de ilusión en que esta izquierda pueda conducir al país hacia un porvenir de bienestar y desarrollo, todas las encuestas sigan mostrando que el Frente Amplio es quien tiene mayor intención de voto y por tanto se mantiene como favorito para ganar las próximas elecciones?

¿Qué es lo que hace que a pesar de la extendida sensación de decepción ciudadana, de desencanto político y falta de ilusión en que esta izquierda pueda conducir al país hacia un porvenir de bienestar y desarrollo, todas las encuestas sigan mostrando que el Frente Amplio es quien tiene mayor intención de voto y por tanto se mantiene como favorito para ganar las próximas elecciones?

Esta es la pregunta clave para tratar de entender mejor al Uruguay político y para, al mismo tiempo, entretejer una alternativa que pueda ser vista como opción real de gobierno. Implica dejar de lado el desasosiego y la indignación que han ganado a ciertas capas de nuestras clases medias y a buena parte de la oposición. Así, las razones que se pueden encontrar son varias, pero hay dos que me resultan más relevantes: la económica y la identitaria- política.

La razón económica refiere a esta década que ya aquí antes califiqué como del confort: fueron varios centenares de miles los uruguayos que accedieron a un mejor nivel de vida en estos años. Ha sido fácil asociar tal mejora general a los gobiernos frenteamplistas. Y eso no ha cambiado sustancialmente con esta administración Vázquez.

Pero hay otra dimensión económica que refiere al querido clientelismo nacional. No solamente hay 64.000 contratos más que en 2004, sino que, por ejemplo, si sumamos las vacantes por causa de jubilaciones o decesos, es fácil calcular que más de la mitad de los cerca de 270.000 funcionarios actuales ingresaron al Estado en estos 12 años. Así las cosas, la izquierda no solo repartió el anhelado botín estatal, sino que, para las amplias clases medias que aún no lo disfrutan, es la probada esperanza de alcanzarlo pronto.

La razón identitaria-política es estructural, de largo plazo y difícil de contrariar. Se trata de la miríada de iniciativas, expresiones, gestos y valores que fijan el universo simbólico del sentido común ciudadano y que hace ya muchos años tienen un sesgo pro-frenteamplista.

Dos puntales muy sólidos la sostienen fuertemente. Por un lado, el relato del entendimiento del país y del mundo brindado en escuelas, liceos y universidades que casi siempre legitima a la sensibilidad de izquierda como la mejor. Por ejemplo, circularon manuales escolares que narran la historia del siglo XX sin siquiera citar nunca a Herrera, y hay otros que mienten descaradamente sobre la responsabilidad de la guerrilla en la caída de la democracia o sobre cómo ocurrió el derrumbe del muro de Berlín.

Por otro lado está la extendida convicción de la superioridad moral del Frente Amplio. Ella hace que incluso hoy, por ejemplo, miles de desilusionados con la izquierda no terminen de aceptar sin contracturas la posibilidad de elegir a blancos o colorados. El difuso veneno esparcido por la hegemonía cultural izquierdista impide ver a esos partidos como legítimos. Está así instalada la desconfianza moral hacia aquel que no es del palo izquierdista, con su consecuente mirada recelosa hacia quien no comulgue con una mística que ya no solo es partidaria, sino que se extendió como una amplia manifestación de general normalidad identitaria.

Son sobre todo estas dos razones las que dan sustento al voto frenteamplista. No son baladíes.

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Francisco Faig

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