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Emoción tóxica

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En 2016 se editó en castellano “Sentimentalismo tóxico” del médico y periodista inglés Theodore Dalrymple. Su análisis del culto de la emoción pública merece atención porque tiene mucho para enseñarnos.

En 2016 se editó en castellano “Sentimentalismo tóxico” del médico y periodista inglés Theodore Dalrymple. Su análisis del culto de la emoción pública merece atención porque tiene mucho para enseñarnos.

Dalrymple define el sentimentalismo como “la expresión de las emociones sin juicio. Quizá es incluso peor que eso: es la expresión de las emociones sin darnos cuenta de que el juicio debe formar parte de nuestra reacción frente a lo que vemos y oímos. Es la manifestación de un deseo de derogar una condición existencial de la vida humana, a saber, la necesidad ineludible y perenne de emitir un juicio”. Frente a las exigencias de ponderación y prudencia propias de la razón, el sentimentalismo ambiente hace primar la emoción: siento rabia, entonces tengo razón.

El sentimentalismo es reductor, adolescente, simplista. Como bien agrega Dalrymple, “buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, nunca la complejidad: el bien debe ser absolutamente bueno, el mal totalmente malo”. El asunto es que este estado del alma no solamente se va extendiendo en la sociedad, sino que también influye cada vez más en el diseño de las políticas públicas. Enancados en esa legitimada postura social, los gobiernos hacen “concesiones al público en lugar de afrontar los problemas de una manera racional, aunque impopular y controvertida”. Aquí, en parte, se explica el auge de tantas propuestas populistas que van ganando terreno en Europa.

Pero lo interesante del sentimentalismo es notar lo esencial que se ha hecho en Uruguay. No me interesa tanto aquí la dimensión de su extensión social, que también es grande, sino su auge político. ¿Cuántas son las políticas públicas totalmente irracionales que se legitiman sobre la base de las emociones sin juicio? ¿Cómo no admitir que el político que se niega a participar de ellas o que rechaza fundar la acción política sobre el sentimentalismo, “se coloca automáticamente fuera del círculo de los virtuosos, convirtiéndose prácticamente en un enemigo del pueblo”, como escribe Dalrymple?

Vale mencionar algunos ejemplo actuales: nada racional hubo en el derroche de más de 15 millones de dólares en Alas-U, sino que fue la expresión sentimentalista de una solidaridad obrera de pacotilla; nada juicioso hay en la inversión millonaria de la UTEC, cuando solo una pequeñísima minoría de jóvenes de 18 años terminan secundaria en el Interior, sino que ella se funda en el sentimentalismo de una solidaridad territorial ficcional; y nada inteligente hay en sostener las millonarias pérdidas de Ancap, sino que es el sentimentalismo derivado de un histórico prejuicio estatista y corporativista.

Aquí quien pretenda fundarse en razones y argumente con complejidad choca contra el muro (de yerba) del sentimentalismo ambiente. La “vida mental más tranquila” es nuestra norma ciudadana, legitimada además por ramplones análisis de nuestros cientistas políticos estrellas. Aquí no tuvimos que esperar una campaña de Brexit llena de seudoargumentos, ni un “Movimento 5 Stelle” de Grillo, ni los simplismos abusivos de Podemos. Aquí hace lustros que el estilo reductor mujiquista alimenta con éxito nuestro propio “fétido pantano emocional”, al decir de Dalrymple. Y gana.

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Francisco Faig

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