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Crítica corrosiva

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Se puede tender puentes de diálogo entre los dos bloques que dividen al país? ¿Es esa la tarea de estas columnas?

Se puede tender puentes de diálogo entre los dos bloques que dividen al país? ¿Es esa la tarea de estas columnas?

Quienes responden que sí creen que es posible apelar a una racionalidad ciudadana que acepta el cambio de opinión. Y la historia reciente les da cierta razón, al menos para esos aproximadamente 400.000 uruguayos que son capaces de cambiar de partido sin problema alguno: en función de cada propuesta y candidato en cada circunstancia, libremente eligen a tal o cual sin considerar ideologías o simbologías identitarias.

Sin embargo, el trasfondo del debate político va más allá de esa minoría. Lo cierto es que hay un sentido común ciudadano, un habitus político parafraseando un poco a Bourdieu, hecho de percepciones y de un universo simbólico que orientan las preferencias políticas. Y al menos en el último medio siglo, ese universo ha sido marcado por la aceptación tácita de la superioridad moral de la izquierda. Como consecuencia, y como ya decía alguno con razón y humor en los 90, hay muchos blancos (y colorados) que se siguen levantando todos los días pidiendo perdón por no ser frenteamplistas.

La construcción de ese universo simbólico ha sido obra de generaciones de intelectuales de izquierda. El relato histórico y politológico más extendido, por ejemplo, es clave. Así, mucha gente cree que los politólogos de la aldea son objetivos, entre otras cosas porque siempre reivindican esa condición. Pero a quince días de las elecciones de 2014, cuando peligró el triunfo del Frente Amplio, uno descalificó el discurso de Lacalle Pou como de “libros de Paulo Coelho”; y otro, cuando aún no se había desbarrancado Sendic, escribía que su liderazgo era impulsado como “por un resorte”, omitiendo que la campaña de la 711 había ido a caballo de la institucional de Ancap.

Para construir en conjunto aceptando la diversidad y tendiendo puentes se precisa respetar la esencia del adversario, su lugar de com-patriota con legitimidad para pensar distinto. El problema es que un día sí y otro también la hegemonía pro-izquierdista de la comarca muestra que si se quiere tender puentes, ha de hacerse como ella quiere. Si viene Chomsky y repite sus viejas sandeces, la izquierda intelectual se hace pichí. Pero si viene Gloria Álvarez y pone en tela de juicio el populismo regional, la manda a desfilar a las pasarelas.

Entonces, ¿hay que anestesiar la crítica socarrona, la ironía devastadora o la descalificación de las ideas adversarias, para promover en estas columnas solamente una asepsia argumentativa que facilite a la izquierda intelectual acercarse a nuestros diagnósticos y razones? Creo que no, porque hay dos aspectos del debate público que hoy importan más.

Primero, confortar a la otra parte del país, esa que sufre hace muchos años la tiranía de la superioridad moral de la izquierda. Que vea que es posible argumentar sólidamente, con libertad y con humor corrosivo incluso: que en el FA los hay tan chorros como en cualquier otra parte y tan ineptos en su gestión como el peor gobernante. Segundo, desacralizar la fatuidad del universo autocomplaciente de la izquierdita acomodada de bar pocitense, esa que pontifica tonterías. Hay que decir lo que disimulan: que el rey está desnudo.

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Francisco Faig

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