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Clientela progre

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El Frente Amplio en el poder es la cosa más uruguaya que hay. Porque a pesar de las invocaciones al giro a la izquierda, al cambio social o a lo que fuere de similar y grandilocuente que haga las veces de aleluya utópico para que sus dirigentes crean estar situados del reivindicado lado moralmente correcto de la historia, lo que en realidad hay es una práctica política que utiliza al Estado con desembozada finalidad clientelista.

El Frente Amplio en el poder es la cosa más uruguaya que hay. Porque a pesar de las invocaciones al giro a la izquierda, al cambio social o a lo que fuere de similar y grandilocuente que haga las veces de aleluya utópico para que sus dirigentes crean estar situados del reivindicado lado moralmente correcto de la historia, lo que en realidad hay es una práctica política que utiliza al Estado con desembozada finalidad clientelista.

Es clientelista en dos sentidos. Primero, porque no hay militante frenteamplista que se precie de tal, que no se haya arropado ya al calorcito de cualquier variante de cargo público. Alguno que hayamos podido perder de vista un rato, si se lo busca mejor aparecerá, por ejemplo, cobijado en la intendencia de Montevideo o designado asesor o director de algún ministerio.

La clave está en percibir así, salarios públicos que sean muy superiores a los que cobrarían si se dedicaran a hacer lo mismo pero en la actividad privada. La justificación utilizada casi siempre, es que se precisa incentivarlos ya que se trata de contratar a grandes valores humanos o intelectuales que, de otra forma, no se dedicarían a la función pública. En verdad, se sabe, ese discurso es puro verso para consumo de la mojigata tribuna moral que rebosa de acuclillados comentaristas compañeros, quienes también, por cierto, se han acomodado en estos años con sustantivas mejoras salariales universitarias.

El segundo sentido es más amplio y no refiere solo al beneficio personal de un gran salario. Se trata aquí de utilizar el Estado como proveedor de servicios y cargos para asegurarse apoyos electorales o para promover carreras políticas.

El caso más notorio es el de Sendic en Ancap, que luego se benefició de la campaña institucional de ese ente para ganar la interna del Frente Amplio. Aquí, la servil politología compañera se hace discreta y esotérica a la vez; prefiere creer, por ejemplo, que Sendic fue impulsado “como por un resorte”.

Dentro de esta categoría se encuentra el clientelismo más clásico: el ingreso para trabajar en el Estado. De los cerca de 300.000 funcionarios que forman las plantillas de la administración central, las empresas públicas y los gobiernos departamentales hoy en día, son por lo menos 100.000 los que entraron en época frenteamplista en el poder.

Esta cifra, con ser importante, no toma en cuenta la amplia nube de organizaciones no gubernamentales que contratan a miles de personas, por ejemplo para el Ministerio de Desarrollo Social, y que se sostiene solo gracias a la dádiva de dineros públicos. Y ella tampoco quiere decir que todos los que entraron al Estado deban sus trabajos a tal o cual puntero frenteamplista, porque en su escala muchas intendencias blancas o coloradas también han nutrido esta pléyade clientelista.

En esta década de bonanza, nuestra vieja sociedad de clases medias golpeadas por las crisis decidió pactar tá- citamente con el Frente Amplio para beneficiarse del más clásico clientelismo patrio. El ideal es el mismo que cuan-do Maracaná: más de 50.000 se anotaron para lograr 120 puestos administrativos en el Banco República. Eso sí, hoy todo se adereza con discurso progre y complaciente. Y al que no le guste, que se aguante o que se vaya.

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Francisco Faig

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