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Los hijos de la red

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Hace pocas fechas fue el Día Mundial de Internet, una festividad que por razones obvias debe ser muy reciente en nuestro santoral laico. En el noticiero de televisión dieron su opinión sobre la fecha algunos ciudadanos, aparentemente elegidos al azar. Se les preguntaba cómo sería el mundo actual si de pronto nos viésemos privados de internet.

Hace pocas fechas fue el Día Mundial de Internet, una festividad que por razones obvias debe ser muy reciente en nuestro santoral laico. En el noticiero de televisión dieron su opinión sobre la fecha algunos ciudadanos, aparentemente elegidos al azar. Se les preguntaba cómo sería el mundo actual si de pronto nos viésemos privados de internet.

El primero de los entrevistados, un hombre de unos treinta años de edad, bien trajeado y con aspecto serio, repuso sin vacilar: “Sin internet, mi vida no tendría sentido”. Me impresionó que no dijera que sería mucho más incómoda o que dejarían de estar a su alcance actividades y conocimientos a los que ya nos hemos acostumbrado. Pero el sentido de la vida... ¿Habría contestado lo mismo si le hubiesen preguntado por la desaparición de la electricidad o del agua corriente? Supongo que no, porque hoy esos servicios son vistos como instrumentos casi indispensables de una buena vida, pero no como lo que proporciona significado a la vida misma. Son medios, no fines, mientras que internet parece haberse convertido al menos para algunos de sus usuarios en propiamente un fin.

Exagerando un poco, pero creo que sin malinterpretar fundamentalmente lo que implicaba la solemne declaración de aquel ciudadano, internet no está al servicio de su vida sino que han puesto su vida al servicio de internet...

Ya los antiguos estoicos advirtieron que todo lo que amamos profundamente se convierte inevitablemente en el punto vulnerable por el que puede atacarnos la desdicha. Somos esclavos de nuestros cariños y aficiones. En el caso de internet, aquello que lo amenaza -virus, hackers, interferencias de cualquier tipo...- no sólo perturba nuestro trabajo o interfiere en nuestra intimidad, sino que agrede directamente el santuario donde hoy guardamos los santos óleos con que mantenemos engrasado el significado de la vida. ¿Qué rescate no estaremos dispuestos a pagar por recuperarlo?

Los nuevos gánsteres, que pueden estar a miles de kilómetros pero aparecen para amenazarnos por la pantalla que tenemos frente a los ojos, es decir a través de la ventana por la que contemplamos el mundo, conseguirán de nosotros no sólo dinero (que pagaremos resignados con tal de recuperar lo que nos hace vivir) sino sumisión: nos venderán su protección contra ellos mismos o contra otros de su misma calaña y a cambio besaremos los dedos con las que oprimen las teclas que a veces nos agarrotan y otras nos liberan.

Hasta hace muy poco, seguíamos creyendo -sobre todo los más jóvenes, propensos a imaginar que la falta de controles equivale a la libertad- que internet era la utopía sin trabas ni cortapisas, y se escuchaban protestas iracundas cada vez que se invocaban leyes en ese nuevo mundo feliz. Pero ya vamos estando más escarmentados. Si finalmente internet va a ser la sede no sólo de las mejores herramientas sino también de nuestras más preciosas aventuras, necesitaremos allí mismo lo que protege nuestra convivencia civilizada desde hace siglos: normas y guardianes que pongan coto a los depredadores. Y por nuestra parte las virtudes esenciales del coraje y la prudencia...

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Fernando Savater

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