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Un voto que importa

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Votar en la OEA una resolución que condene la violación de los derechos humanos en la Nicaragua regida por el dictador Daniel Ortega, puede parecer un procedimiento casi rutinario en un organismo internacional. Sin embargo no lo es.

Cada vez que hay un pronunciamiento de estas características, los países que los votan están dando una señal muy clara respecto al valor de la democracia constitucional, liberal y republicana, en un momento en que mucha falta hace enviar este tipo de mensajes.

Son mensajes para que todo el mundo los entienda, pero también importan hacia adentro del país que vota. Se transforman en una reafirmación de las convicciones propias de ese país y de la necesidad de seguir bregando por fortalecer y mejorar las instituciones que garantizan un Estado de Derecho que respeta libertades, derechos y garantías individuales.

En este caso fue una buena noticia que 26 países miembros de la OEA votaran en el mismo sentido (incluido Uruguay). Votaron en contra Bolivia, San Vicente y las Granadinas y por supuesto Nicaragua. Y se abstuvieron Argentina y México.

En muchos círculos políticos no oficialistas argentinos, la posición asumida por el gobierno presidido por Alberto Fernández generó gran indignación. Pero es evidente que la política exterior argentina ha tomado un rumbo muy particular que por momentos parece aislada, no ya solo del resto del mundo, sino de la propia realidad.

América Latina dejó atrás aquella idílica década de los 80 cuando una a una las dictaduras militares iban cayendo para dar paso a gobiernos democráticos en casi todos los países del continente. Fueron años de entusiasmo y optimismo en que se consolidaba cierta fe en que finalmente nuestras naciones saldrían de ese dramático círculo vicioso de continuos golpes o “pronunciamientos militares”, y entrarían de una buena vez a vivir en la libertad y la dignidad que impone un Estado de Derecho.

Tanto entusiasmo duró poco y las dictaduras empezaron a volver, no ya por causa de golpes militares sino por una nueva modalidad en la que cada dictador llegaba al gobierno por la vía electoral y una vez en el poder, empezaba minuciosamente a horadar las instituciones democráticas, a neutralizar la independencia de los otros dos poderes y a cercenar las libertades ciudadanas. El modelo perfecto de esa forma de actuar fue el régimen impuesto por Hugo Chávez en Venezuela y continuado con creciente dureza por Nicolás Maduro hasta hoy.

Otros gobiernos no llegaron a ser dictaduras, pero han estado cerca. Con un estilo autocrático, de amedrentamiento a la prensa, a los jueces y de exclusión a los que piensan distinto, no encarcelaron a sus opositores como en la Nicaragua de Ortega, pero usaron los mecanismos del Estado para presionar y arrinconar las instituciones. Ese camino fue el que durante 12 años tomó el kirchnerismo en Argentina y ahora intenta reiterarlo con Alberto Fernández en la presidencia.

Al no ser dictaduras causadas por cuartelazos sino por presidentes elegidos que se fueron adueñando del Estado como si fuera su propiedad privada y usando sus instrumentos para dominar al país, hay quienes instalan un relato perverso y confuso (incluso en Uruguay) para decir que de todos modos siguen siendo democracias y merecen ser apoyadas.

Y lo dicen aunque frente a sus narices se cometen toda clase de atropellos, violaciones de derechos humanos, recortes a toda forma de libertad de expresión y se encarcela a los opositores, haciendo uso de jueces que vergonzosamente perdieron todo vestigio de independencia.

El régimen venezolano al igual que el nicaragüense, son flagrantes dictaduras que se mofan sin pudor de los resguardos propios de una democracia.

Por algo, los Estados que más apelan al principio de no intervención al justificar en organismos como la OEA, sus abstenciones o su apoyo liso y llano a estos regímenes, son los que más violan los derechos humanos en sus propios países.

Y si no lo hacen, cuánto quisieran hacerlo.

No se puede ser indiferente a esta realidad. El régimen venezolano al igual que el nicaragüense, son flagrantes dictaduras que se mofan sin pudor de los resguardos propios de una democracia.

Al votar contra ellos en la OEA o en el organismo que sea, Uruguay también defiende su propia democracia. Recuerda sus convicciones en favor de constituciones que no dan poder absoluto a nadie, que establecen la separación de poderes así como los controles y equilibrios que garantizan los derechos básicos de quienes viven en este país.

El día que Uruguay se abstenga o vote en contra de los regímenes cuestionados, los uruguayos deberán empezar a temer por sus propia libertad.

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