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Un verdadero terremoto

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Pasan las horas, pero la noticia sigue sorprendiendo. Donald Trump ha sido electo como nuevo presidente de los Estados Unidos, y estará al timón de la única superpotencia del planeta durante los próximos cuatro años. Le pese a quien le pese.

Y, la verdad, es una noticia que pesa. Durante esta campaña, y en general a lo largo de su vida pública, Trump ha hecho alarde de soberbia, misoginia, racismo, intolerancia, y la ostentación de una ignorancia absoluta en temas centrales para la marcha de un país. Realmente, parece una pesadilla de mal gusto el hecho de que una figura así pueda haber llegado al cargo de mayor responsabilidad política del mundo.

El único punto que puede matizar esta afirmación o esgrimirse para dar un toque de alivio a la justificada inquietud global, es que una mayoría muy significativa de la población estadounidense lo ha visto de una manera diferente. Y le ha descubierto algún talento, oculto para el resto de los mortales, como para cederle el mando de su país. Y más allá de visiones resentidas y complejos de superioridad ridículos, la verdad es que al menos en el último siglo de vida democrática en Occidente, el pueblo de ese país ha sido el que menos se ha equivocado al elegir a sus líderes. Por algo en ese tiempo ha solidificado su papel de principal economía del mundo, mientras que naciones con más prosapia, más cultura y más historia política se han ido sumiendo en la decadencia y la intrascendencia.

Pero el alivio es muy relativo. Es que la elección de Trump representa un desafío tremendo para su país. Por un lado, existe la posibilidad de que intente llevar adelante algunas de sus propuestas más exóticas como la de deportar a millones de indocumentados, encerrar a su país en un coto proteccionista, o incluso construir ese imposible muro en la frontera con México. De querer concretar esas ideas delirantes, chocará con una realidad implacable y hundirá a su país y a buena parte del mundo en una crisis y en un clima de fascismo como no se ve desde la Alemania nazi. Vale decir que su partido ha conseguido un control en el Congreso que le permite "experimentar" con las ideas más alocadas.

Pero supongamos la alternativa más lógica: que una vez alojado en la Casa Blanca, tanto el esquema de poder atomizado de una nación democrática y republicana, o incluso el establishment de su partido con el que ha tenido una relación tan tensa, lo convenzan de que todas esas propuestas son impracticables o de resultados ruinosos. Y pase de ser un bocón insensato a convertirse en alguien más juicioso aunque quede en evidencia su doble discurso y demagogia. ¿Qué impacto puede tener eso entre sus votantes? ¿No será un golpe de gracia para el sistema representativo más exitoso de Occidente? ¿Cuál sería la reacción de ese pueblo al sentirse defraudado?

Más allá de esas lecturas, hay un mea culpa inevitable que se debe el sistema mediático y cultural estadounidense en particular, pero global en general. Porque el suceso electoral de Trump no es muy distinto a otros fenómenos que se están viendo en países europeos y latinoamericanos, desde el caso de Syriza en Grecia, Le Pen en Francia, Podemos en España, o incluso el chavismo y el kirchnerismo en nuestra región. Por no hablar de un caso todavía más cercano de un líder mesiánico que se las sabía todas y tiró por la borda los mejores cinco años de la economía del Uruguay.

La visión de progreso inevitable, el ideal de sociedad, la forma en que se ha definido en ciertos ámbitos lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede y no se puede decir y hasta pensar, parece no estar representando a sectores cada vez mayores de la población mundial.

Estos discursos rupturistas están proliferando en países donde grandes masas de sectores medios acostumbrados a niveles de vida holgados, han sido golpeados por el fenómeno de la globalización y sobre todo del crecimiento de China. Esto ha tenido el efecto positivo de sacar de la pobreza a cientos de millones de ciudadanos asiáticos que vivían casi en la Edad Media en pleno siglo XX. Pero también ha significado el desmantelamiento de un sector industrial que daba trabajo y confianza a sectores muy amplios de trabajadores en Occidente.

Este fenómeno no se ha sabido explicar bien a la gente en estos países. Y no se han implementado procesos de reconversión que mantengan el nivel de vida y hasta la autoestima de estas grandes masas sociales que ahora están procurando en estos liderazgos confrontativos una cuota de esperanza y, por qué no decirlo, de revancha.

Ahora solo queda cruzar los dedos y esperar lo mejor.

EDITORIAL

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