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Reivindicar la política

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Editorial

El punto es que cualquier alternativa a la política democrática nos empuja en direcciones peores. La experiencia histórica enseña que ni las dictaduras, ni los líderes carismáticos, ni los movimientismos más o menos organizados nos llevan hacia un futuro mejor.

La sociedad uruguaya vive un tiempo de frustración. La inseguridad que castiga cada día a más gente, la pérdida de decenas de miles de empleos, los múltiples síntomas de fractura social, el peso de un Estado ineficiente que nos agobia con impuestos y tarifas, van calando hondo en el estado de ánimo de la población.

A eso se suma la conciencia de haber dejado pasar quince años muy favorables, durante los que hubiéramos podido construir un país mucho mejor.

En estas condiciones, no es raro que aparezca la tentación de la antipolítica: si el país está mal, si nosotros estamos mal, es porque todos los políticos son igualmente detestables, porque el tejido de las instituciones está podrido y porque la democracia está tan desvirtuada que ya no es capaz de aportar soluciones. En definitiva, la política es la causa de nuestros problemas.

Es verdad que aún no hemos llegado al punto del "que se vayan todos", pero el discurso antipolítico aparece con frecuencia en columnas de opinión en los medios, en voceros de algunos movimientos que tienen reclamos legítimos (por ejemplo, Un Solo Uruguay) y en las palabras y actitudes de algunas figuras que, en este tiempo de campaña electoral, se presentan como candidatos anti-sistema.

Mucho de lo que ocurre es comprensible y respetable. La sensación generalizada de frustración está plenamente justificada, especialmente tras el fracaso de una fuerza política que llegó al gobierno prometiéndolo todo. La actitud crítica ante los políticos y ante el funcionamiento de las instituciones es buena para la democracia. Una ciudadanía vigilante es el mejor antídoto contra la corrupción, la ineficiencia y los desvíos de poder.

El problema es cuando damos un paso más y caemos en la descalificación de la política como actividad, de las instituciones en su conjunto y de los políticos como grupo indiferenciado.

En primer lugar, esa actitud es injusta, porque no es verdad que todos tengan las mismas responsabilidades. No es cierto que todos los partidos hayan caído en los mismos incumplimientos ni que todos los dirigentes hayan actuado del mismo modo. Poner a todos en la misma bolsa no solo es desconocer los hechos, sino que, por la vía de la disolución de las responsabilidades, termina favoreciendo a quienes hicieron las cosas peor.

En segundo lugar, caer en la antipolítica no contribuye a mejorar las cosas, sino a agravarlas. La política es sin duda una actividad imperfecta, como lo son todas las actividades humanas. También es verdad que los políticos profesionales cometen errores graves y, al menos en algunos casos, quedan muy por debajo de lo que puede considerarse un desempeño digno.

Pero el punto es que cualquier alternativa a la política democrática nos empuja en direcciones peores. La experiencia histórica enseña que ni las dictaduras, ni los líderes carismáticos, ni los movimientismos más o menos organizados nos llevan hacia un futuro mejor. Más temprano que tarde, todas esas aventuras terminan en más ineficiencia, más corrupción y más autoritarismo.

La solución a nuestros problemas no consiste en negar la política, sino en mejorarla. Eso exige juzgar con cuidado (para no poner a todos en la misma bolsa), corregir lo que está mal, ajustar el funcionamiento de las instituciones y exigir resultados.

Hay también otra tarea enormemente importante: traer sangre nueva a la política. Porque una sociedad tiene una mejor política cuando consigue que su mejor gente se involucre en ella, y tiene una peor política cuando los más valiosos le dan la espalda. Este es el punto central que no entienden los predicadores del escepticismo y el desencanto hacia la política: lo quieran o no, al presentar una visión tan negra y desesperanzada están contribuyendo a que la política quede en manos de los peores.

Felizmente, la política uruguaya sigue siendo capaz de incorporar gente que aporta nuevas ideas y nuevos estilos. El político más constante y exitoso en esta tarea ha sido sin duda Luis Lacalle Pou: muchas de las figuras que constituyen su entorno (Pablo da Silveira, Azucena Arbeleche, Diego Labat, Juan Ignacio Buffa, Álvaro Garcé, Pablo Bartol, Sebastián Bauzá) son personas que tenían una trayectoria en otras áreas y decidieron sumarse a un proyecto político en el mejor sentido del término. También la llegada de Ernesto Talvi al Partido Colorado suma en esta dirección.

Si queremos una democracia sana, el camino consiste en reivindicar y mejorar la política. Nunca en destruirla.

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