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Ni los politólogos lo podían imaginar

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Puede decirse que los resultados de las encuestas de opinión pública difundidas en estos días patearon el tablero de los posicionamientos políticos.

Equipos Consultores reveló que el presidente Lacalle Pou cuenta con una aprobación de gestión del 65%, al que puede adicionarse otro 15% que manifiesta una opinión neutra. Este índice es el más alto recibido por un primer mandatario al inicio de su gobierno desde 1990, año en que se comenzaron a realizarse estas mediciones.

Por su parte, la encuesta de Factum arroja una cifra de aprobación muy parecida: del orden del 64% de uruguayos que califican la gestión de Lacalle como “buena” o “muy buena”. Significativamente, esta percepción positiva es compartida incluso por un tercio de los ciudadanos que en noviembre votaron por el candidato frenteamplista.

Sin embargo, los datos más impactantes son aquellos que evidencian el respaldo a algunas medidas que fueron motivo de debates airados y hasta de insultos soeces. La decisión de rebajar los sueldos más altos de los empleados públicos, que promovió desde el exabrupto del "Chifle" Molina hasta el reclamo de afectar al "gran capital" de parte de Daniel Martínez, recibió una sorpresiva adhesión del 74% de los encuestados por Factum. Y nada menos que el 95% aprobó la idea de rebajar los sueldos de los cargos políticos.

Con resultados tan contundentes, no es casual que desde el FA y el Pit-Cnt, las dos grandes fábricas de palos en la rueda que hay en este país, se produjera una curiosa voltereta comunicacional. Primero la Intersocial convocó a una caceroleada contra el gobierno, con la central sindical a la cabeza, la misma que no tuvo empacho en pagar mensajes publicitarios televisivos en noviembre para arrimarle votos al oficialismo (eso que ellos llaman "independencia de clase"). Los sectores más reaccionarios del Frente, que hoy configuran una inquietante mayoría interna, se subieron al carro. Apenas tomaron conciencia de la indignación popular por tan injusta medida, recularon en chancletas, aclarando que el caceroleo no era contra el gobierno (hasta hoy no saben explicar contra quién fue). Entre tanto, en una primera instancia el FA se tiró de lleno a reclamar la cuarentena obligatoria, lo que fue recogido por los sindicalistas y sumó barullo al de los abollados enseres de cocina. Siempre atento a aportar las soluciones contrarias a la racionalidad, el mismo expresidente Vázquez reeditó el espíritu de su temerario pedido de default de 2002, llamando también a aquella decisión extrema.

Ninguna de estas bombitas brasileras varió un milímetro la determinación del gobierno, que siguió adelante con el plan diseñado, dando la cara y defendiendo la necesidad de “mantener encendidos los motores de la economía”, en palabras de la ministra Arbeleche.

Con resultados tan contundentes, no es casual que desde el FA y el Pit-Cnt, las dos grandes fábricas de palos en la rueda que hay en este país, se produjera una curiosa voltereta comunicacional.

Ahora que los números cantan que la ciudadanía en forma mayoritaria hace suyas las decisiones del gobierno, los denostadores profesionales han reaccionado en forma variada: desde silencio precavido hasta tímidos elogios a quienes antes agraviaban.

La mejor vara de medida de ese doblez de conducta está en el discurso de algunos de nuestros politólogos. La objetividad reaparece en sus elucubraciones, como por arte de magia, pero cada tanto se les cuelan comentarios que dan cuenta de su prejuicioso punto de vista. Como cuando Adolfo Garcé, deshaciéndose en elogios por la gestión de Lacalle en su columna de El Observador del martes pasado, desliza una frase que es realmente asombrosa: “En verdad, el gobierno exhibe una sensibilidad social que ni siquiera sus propios votantes podían imaginar”.

Claro, quién iba a imaginar que el Partido Nacional podía tener sensibilidad social. Garcé parece querer decirnos que incluso nosotros, “sus propios votantes”, teníamos la ilusión de que los blancos iban a ser insensibles a la pobreza rampante, a los 400.000 trabajadores informales que recién ahora salen a la luz pública, después de 15 años de un “progresismo” que supuestamente había logrado “excepcionales” índices de formalización.

Cuando uno lee frases como esa, termina entendiendo por qué gente de escasa formación y capacidad intelectual como el dirigente sindical Molina no tiene otra herramienta para confrontar con el adversario político que el insulto procaz: hay un académico en este país, un intelectual informado, que se sorprende de la ética de una coalición liderada por los partidos históricos, los mismos que construyeron la democracia y la justicia social de la república.

Por suerte, nunca es tarde para darse por enterado.

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