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Nunca fuimos latinoamericanos

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El espejo de predilección que hemos tomado para compararnos en estos últimos años es la región latinoamericana. En educación, cobertura de salud, eficiencia de servicios estatales, riqueza per cápita, institucionalidad democrática, desarrollo humano y tantos otros índices y resultados de gestión, se ha ido tomando como natural esa comparación con nuestros vecinos. 

La consecuencia es fácil de percibir: casi siempre presentamos mejores guarismos que la región, y eso nos devuelve un sentimiento de satisfacción colectiva extendida. El problema es que se trata de una comparación para nada pertinente.

No lo es en lo que refiere a nuestro itinerario histórico como nación. A lo largo del siglo XX, Uruguay siempre presentó guarismos mucho mejores que los de los demás países del continente. Ya no solo, por supuesto, si se tiene en cuenta las realidades tan complejas de Centroamérica, de las que siempre estuvimos muy alejados. Sino que, sobre todo, nuestro país presentó siempre mejores resultados en desarrollo, en general, que los demás países sudamericanos cuyos itinerarios históricos eran más parecidos al nuestro. Solo cabía en algunas dimensiones la comparación de resultados relativamente similares con Argentina, y en particular con la ciudad de Buenos Aires (y en todo caso, para algo más amplio, provincia de Buenos Aires). Dos dimensiones en este sentido parecen como las más importantes y notorias.

Primero, con respecto a la calidad institucional democrática. No hubo en el continente entero, antes de la debacle de finales de los sesenta, país más democrático que el nuestro. Descubrir ahora, como si fuera una novedad de la que sentirse orgulloso, que somos el país con mejor calidad institucional en dimensiones elementales de esa lógica democrática, es ceder sin ningún sentido crítico al afán refundacional izquierdista que nos gobierna. La libertad de prensa, de reunión, de asociación; la pluralidad de partidos, la justeza de las elecciones y el respeto de sus resultados; la inclusión social de partidos atrápalo-todo, y tantas otras dimensiones fundamentales que hacen a una buena democracia estuvieron diseminados en el Uruguay desde muy tempranamente en el siglo XX. Cuando arreciaba el peronismo dogmático a mediados del siglo pasado en Argentina, por ejemplo, entre nosotros convivíamos con un talante democrático ejemplar.

Segundo, con respecto a nuestro temprano nivel de desarrollo social. No solamente en lo más importante y elemental que refiere a la alfabetización popular: mientras que en 1963 menos del 9% de los uruguayos mayores de 10 años era analfabeto, en Brasil en los años treinta, por ejemplo, el 65% de los brasileños era analfabeto; y en los años noventa, uno de cada cuatro niños negros no iba a la escuela en ese país. Sino también en lo que refiere a la temprana prioridad asignada al gasto público social, o a los excelentes guarismos —hasta hoy no alcanzados— de igualdad en el reparto de la riqueza —un Gini de 0.33 en Montevideo en 1968—, o a la enorme y temprana cobertura en seguridad social para los más desamparados. Finalmente, el prudente comportamiento demográfico de nuestras nutridas clases medias no tenía comparación con el que por esas décadas vivían, por ejemplo, los países andinos. Búsquese el guarismo que se busque en toda esta materia social: en la comparación regional siempre fuimos los más sobresalientes a lo largo del siglo XX.

Así las cosas, la clave es entender que ese país excepcional en el continente no se comparaba con los peores de la clase. No miraba a Latinoamérica para batirse el parche de su superioridad regional. Miraba, por el contrario, a los países más avanzados del mundo y con ellos se comparaba para alcanzar la excelencia.

Algo cambió a partir de los años sesenta. Fue en ese tiempo que nuestra academia, volcada a la izquierda, centró su mirada en el continente y latinoamericanizó su discurso. Los que hoy gustan compararse con nuestros vecinos asumieron esta referencia como propia. Hoy por ejemplo, representan la gran mayoría en ciencias sociales, y no ven más allá del horizonte regional para darse por satisfechos con nuestros resultados. Si los demás países avanzan más rápido que nosotros —en niveles educativos, por ejemplo—, el paraguas de la identidad latinoamericana les permite guarecer al gobierno, al que adhieren, de cualquier crítica que pueda importunarlo.

Nunca fuimos latinoamericanos. Pretender otra cosa es mentirnos a nosotros mismos.

Editorial

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