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Murió Fidel Castro

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Cuando su revolución llegó al poder en La Habana, en 1959, no existían Los Beatles; no se había construido el muro de Berlín; el hombre no había viajado a la Luna; Mao gobernaba China; no había nacido Obama, y la humanidad en la Tierra no alcanzaba las cuatro mil millones de personas.

Entre nosotros, vivía Luis Alberto de Herrera, no existían los Tupamaros, y nuestro sistema de gobierno fijaba un colegiado de nueve miembros en el Ejecutivo.

No hubo hombre en toda nuestra América que se aferrara tanto tiempo y tan fuertemente al poder como Fidel Castro. Como si se tratara de uno de esos caudillos caribeños propios del realismo mágico latinoamericano, gobernó Cuba a sangre y fuego por más de medio siglo. Solo cuando físicamente no pudo más legó a su hermano la dirección del Estado. Conservó, eso sí, un lugar de referencia política en su régimen dictatorial, y una gran influencia en la izquierda del continente.

No hubo hombre en toda nuestra América que hiciera tanto daño y tan hondamente a Latinoamérica como Fidel Castro. Adhirió con entusiasmo de soldado al campo soviético en plena Guerra Fría para impedir cualquier intervención estadounidense en la soberanía cubana. Peón caribeño del ajedrez internacional en el frágil equilibrio de las grandes potencias, se dedicó desde los años sesenta y durante décadas a mortificar el desarrollo de nuestros países alentando revoluciones comunistas por doquier. En los años setenta, su designio se extendió también al continente africano, con una intervención militar tan extremista como sangrienta.

No hubo hombre en toda nuestra América que sembrara tanto odio en la izquierda latinoamericana como Fidel Castro. Durante décadas, intelectuales y políticos de ese signo ideológico convivieron de buena gana con el caudillismo autoritario, la dictadura truculenta y las diatribas tan extensas como delirantes del tirano de Cuba. Justificaron a Fidel; defendieron a Fidel; alabaron a Fidel.

De esta forma, dejaron por el camino toda la dignidad que podía comportar un pensamiento comprometido con la igualdad republicana y la libertad individual. Encandilados por Fidel trastabillaron y cayeron luego en la vergonzosa miseria de quienes han defendido a los peores líderes y regímenes que la humanidad sufriera en el ocre siglo XX.

Hacia el final de su existencia pudo apreciar cómo su hermano Raúl fue desarticulando las reglas de juego socialistas y normalizando las relaciones con Estados Unidos. En todo ese tiempo se mantuvo incólume, sin embargo, el signo castrista más sustancial del régimen: la represión impar; la permanente violación de los derechos humanos; la férrea dictadura que oprime libertades y encarcela sin piedad. Fidel, retirado de la fragua cotidiana, siguió ejerciendo su extendida influencia en la izquierda política e intelectual del continente. Ella dedicó tiempo y energía a prestar atención a sus reflexiones. En ese asumido baile de máscaras hieráticas que rodearon al último Fidel Castro, nadie asumió errores; nadie reconoció culpas; nadie pidió perdón por las décadas perdidas persiguiendo la sangrienta utopía socialista latinoamericana.

Por estos días se acumularán los homenajes y las honras al tirano de Cuba de parte de la extendida izquierda latinoamericana que lo ha glorificado a lo largo de tantas décadas. Junto al Che Guevara y a Hugo Chávez, Fidel Castro pasará a formar parte de los íconos políticos a los que esa izquierda rendirá culto con devoción religiosa por toda nuestra América. Ella perderá así la oportunidad de romper con un miserable legado dictatorial y antidemocrático que ha manchado el sentido republicano cabal que se precisa para alcanzar el bienestar de nuestros pueblos.

Sin embargo, a pesar de estas sordas y lloronas lisonjas, ya se ha abierto un nuevo tiempo para Cuba. Hay una luz de esperanza que alumbra más fuerte en La Habana ahora que la sombra del tirano ha desaparecido. Hay un camino venturoso y escarpado para el sufrido pueblo cubano que ya viene avanzando, a pequeños pasos y no sin dificultades, en pos de un régimen democrático cabal. Podrá seguir transitándolo con éxito si se sigue dejando guiar por las ansias de libertad heredadas del gran José Martí.

Fidel Castro, el tirano de Cuba, ha muerto. Es tiempo ya de que nuestra América cierre sus heridas heredadas de la segunda mitad del siglo XX y se atreva a conjugar el verbo democrático sin restricciones.

Es tiempo de que todos asumamos que la paz y la prosperidad solo se alcanzan si vivimos en Libertad.

EDITORIAL

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