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Mirando jugar a un niño

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Editorial

De aquel niño imaginario de Rodó que en sus Motivos de Proteo jugaba con una copa de cristal, a estos niños reales de hoy que juegan en los recreos con tizas molidas, a vender pasta base.

Cuando asistimos al deterioro de la convivencia y a la pérdida irreparable de valores, vale la pena volver a José Enrique Rodó. La parábola de "Motivos de Proteo" que da título a esta columna, es de una sencillez ejemplar. Habla de algo tan simple como un niño jugando con una copa de cristal y los diversos usos que puede hacer de ella, a fuerza de experimentación y creatividad.

La imagen asaltó nuestra memoria cuando leímos esta declaración de la titular del sindicato de magisterio, Daysi Iglesias, entrevistada por Búsqueda: "hay niños que juegan en los recreos de la escuela con tizas rotas, molidas, a vender pasta base. ¡Juegan a vender droga! ¡Pasta base! No nos puede estar pasando. Este no puede ser el juego de nuestros niños. Y no es en Cuenca de Casavalle o Cerro Norte. Es el rebote del consumo de drogas".

La luminosa metáfora de Rodó, de pronto se actualiza convertida en auténtica pesadilla.

Y uno no puede menos que recordar cuando, hace unos años, había trascendido que en una escuela de contexto crítico, a la pregunta del docente de en qué soñaban convertirse cuando fueran grandes, la mayoría de los alumnos había respondido "narcotraficante".

¿Como se lesionó de esta manera el tejido social y cultural del país, de una ética otrora forjada por Varela, Rodó y Vaz Ferreira? ¿Por qué caímos tan bajo?

El gobierno puede seguir recurriendo al cómodo expediente de responsabilizar a la crisis de 2002, pero le costaría mucho justificar por qué no cambiaron las cosas, luego de una década larga de crecimiento económico y (supuesto) abatimiento de la pobreza y la indigencia.

También puede escudarse en que el narcotráfico es un flagelo de impacto continental, pero tendría que aclarar por qué la supuesta batalla contra esa lacra, tan publicitada a partir de la estatización de la producción y venta de cannabis, no ha dado otro resultado visible que la expansión de su consumo, con la consabida mengua de su percepción de riesgo.

Mientras tanto, el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (Ircca) sigue ufanándose de que ha "quitado al narcotráfico" más de 22 millones de dólares, cuando todo parece indicar que, más que tratarse de una sustitución en la fuente de aprovisionamiento de la sustancia, lo que se está dando es un desmesurado crecimiento del mercado consumidor. Tan es así, que el Ircca se ve en la obligación de reconocer que mes a mes se acrecienta la demanda insatisfecha, y que un Estado que debería estar imprimiendo libros y construyendo escuelas de tiempo completo, lo que hace es correr atrás de los clientes del porro para asegurarles su ración.

Las colas que se forman en las farmacias vendedoras de la sustancia son un emblema del Uruguay frenteamplista, un Uruguay intolerante con quien piensa distinto, pero promotor del consumo de drogas psicoactivas.

Un Uruguay donde crece el número de jóvenes ciudadanos que sube al avión en busca de un mejor destino, y crecen también, en forma paralela y geométrica, los inscriptos para comprar la droga oficial.

Ambas realidades, la de los niños que juegan a narcotraficantes y la de los adultos que se solazan en sus paraísos artificiales esponsorizados por el Estado, son sendas caras de una misma moneda.

Históricamente, la izquierda ha restringido la libertad del individuo de ejercer conductas perjudiciales para su salud, y la eficaz política antitabaco del presidente Vázquez en su primer gobierno, es prueba de ello. Pero esta izquierda populista elige el camino inverso: pan y circo, relativismo ético, renuncia a ejercer la autoridad, indiferencia ante el deterioro moral, deriva del sistema educativo, sobrediagnosticándolo y menoscabando a los impulsores del cambio. Pobrismo, apuesta consciente a la cultura del conflicto y del desprecio, enmascarada en una ideología carente de base intelectual y plagada de prejuicios y lugares comunes. Todo ello aderezado con la filosofía de boliche mujiquista, más próxima a las obviedades de Paulo Coelho que a la profundidad de los pensadores que honran nuestra historia.

El resultado está ahí: niños que cambian la copa de Rodó por la tiza molida que remeda a la pasta base.

Tal vez lleve mucho tiempo volver a poner las cosas en su lugar y reencauzar el destino de generaciones que han crecido naturalizando vicios sociales y empatizando con el delito. Pero lo que está claro es que urge un cambio cultural, un énfasis renovado en los valores que hacen del animal humano una persona digna y del habitante del país, un ciudadano.

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