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La libertad de prensa y la política

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EDITORIAL

“El ejercicio del periodismo se ha vuelto ingrato, no solo por los motivos económicos comunes a otros mercados, sino por la agresividad con la que los millonarios aparatos comunicacionales instaurados por el gobierno, buscan hacer la vida difícil al periodista”.

Son tiempos complicados para la libertad de prensa en Uruguay. Si bien no ocurren aquí las cosas que suceden en países con menos tradición democrática, las condiciones para el ejercicio de una profesión tan central para una república sana, están en franca desmejoría. De hecho, el ranking global que realiza la prestigiosa entidad Reporteros sin Fronteras, Uruguay cayó cinco escalones desde la medición del año 2016, ubicándose ahora en el lugar 25 entre 180 países.

La justificación de RSF para esta caída se da por “casos de amenazas, intimidaciones y presiones políticas contra periodistas que cubrían temas delicados, casos en los que estaban implicados miembros de la presidencia de la República”, sostiene ese informe.

Pero más allá de eso, cualquiera que trabaje en esta profesión sabe lo ingrato que se ha vuelto su ejercicio, no solo por motivos económicos que son transversales a otros mercados, sino por la agresividad y tono confrontativo con que los millonarios aparatos comunicacionales instaurados por los gobiernos del Frente Amplio, particularmente este último, buscan hacer difícil la vida del periodista. Como muestra alcanza ver la forma en que este aparato trató a los periodistas tanto en el último Consejo de Ministros, como en el evento del Antel Arena.

Pero pocos han llevado el tema a los extremos que lo ha llevado el presidente de UTE Gonzalo Casaravilla. Ya desde el inicio de su gestión se vio que no tiene un elevado concepto del rol de la prensa como contralor de la función pública. Pero este desagrado poco republicano hizo eclosión hace unos meses con un episodio digno de mencionarse.

Resulta que El País publicó una crónica sobre una comparecencia de Casaravilla al Parlamento en la cual habló sobre una polémica reestructura que ejecutaba en UTE. El periodista que cubrió el hecho confundió en su lectura esa reestructura con una previa que había realizado el organismo recientemente, y de allí surgió una información equivocada que publicó el diario. En cuanto tomó conciencia del error, El País publicó de inmediato en su versión web una rectificación y aclaración del hecho. Y al día siguiente, hizo lo mismo en lo más alto de la portada de la edición papel, y pidiendo disculpas a Casaravilla y a los afectados. De manual, vamos.

Esto no fue suficiente para el jerarca. Primeramente emprendió un raid mediático acusando al diario de publicar “fake news”, de ser poco profesional y, lo que es peor, de tener intenciones aviesas hacia él y hacia UTE. Asimismo inició una demanda penal contra el diario por los delitos de difamación e injurias. Una demanda que el fiscal de flagrancia que entendió en la misma acaba de desestimar por falta de mérito, tal cual era lo más razonable que se hiciera.

Vale señalar que la ley uruguaya incorporó en la última modificación a la ley de prensa el concepto de real malicia, una figura legal que tuvo origen en Estados Unidos, en lo que se llamó el caso Sullivan vs The New York Times en 1964. Este concepto implica que un funcionario público, para poder acusar a un medio de prensa por difamación, debe probar que el mismo actuó con negligencia, no respetando los estándares mínimos de la profesión, o con dolo, o sea la intención notoria de falsear la verdad para perjudicar al denunciante.

El juez de la Suprema Corte de EE.UU. William J. Brennan, afirmó en aquella ocasión que el concepto de real malicia podía, efectivamente, amparar lo que llamó “discurso inexacto” de los medios. Pero aclaró que “los errores son inevitables en el debate libre, y deben ser amparados si la libertad de expresión debe disponer del espacio suficiente de respiración que necesita para vivir”. Dicho de otro modo, que un medio de prensa debe interpelar al poder, y para ello debe caminar permanentemente en una cornisa donde es posible que se cometan errores. Si se rectifican con buena fe, nada tiene la ley que reclamar.

Es reconfortante ver que existen funcionarios públicos con un amor propio tan significativo como para creer que un diario con 100 años de historia va a gastar tiempo y tinta en intentar perjudicarlos. Pero, lamentablemente para su ego, eso no es así. Tampoco un error o una equivocación, cosa que es posible en los medios que se toman en serio su trabajo y no “hacen la plancha”, es una “fake news”. Ello implicaría una intencionalidad en la desinformación, que justamente es lo que Casaravilla no pudo probar.

Teniendo en cuenta que el presidente de UTE no es el único en este camino barroso, y que en la campaña que se inicia parece que será habitual acusar a los medios de todas las desgracias que afecten a los políticos, esta decisión judicial es digna de aplaudir y difundir.

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