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El humor en tiempos de cólera

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EDITORIAL

La preocupación por no herir la sensibilidad de distintos colectivos, aún llevándose por delante la libertad de parodiar la realidad, es cada vez más recurrente en el mundo desarrollado.

El diario The New York Times pidió disculpas por la publicación de una pieza humorística que ni siquiera habían realizado sus propios dibujantes. Parece que a un editor no se le ocurrió mejor idea que comprar el dibujo de la discordia a una empresa que funciona como una especie de banco de imágenes global.

Un humorista gráfico portugués había caricaturizado al presidente de Estados Unidos como un ciego usando kipá y al premier israelí Benjamín Netanyahu como su perro guía, portando una estrella de David como collar. La prensa internacional da cuenta que desde Israel se cuestionó la humorada por tener “un inconfundible aire a las antiguas caricaturas con las que el régimen nazi estigmatizaba a los judíos”. Y el vicepresidente de EE.UU. Mike Pence no dejó pasar la oportunidad para reafirmar los lazos entre ambos países y condenar toda forma de antisemitismo, “incluyendo las caricaturas del NYT”.

El mea culpa del periódico fue claro y contundente. Una nota del editor reconoció que la imagen era ofensiva porque “en una época en la que el antisemitismo está creciendo en el mundo, es aún más inaceptable”.

El hecho sería menor, un descuido editorial rápidamente subsanado con disculpa pública, si no fuera porque dio pie al prestigioso diario a erradicar de ahora en más las caricaturas políticas de su edición internacional (como ya lo había hecho antes en la dirigida al mercado estadounidense).

Humoristas de esa empresa y de muchas otras lamentaron una decisión tan radical y la consideraron una nueva victoria de la corrección política, ese fantasma que recorre Occidente instalando distintas formas de autocensura.

Esta preocupación por no herir la sensibilidad de distintos colectivos, aún llevándose por delante la libertad de parodiar la realidad, es cada vez más recurrente en el mundo desarrollado. La colectividad judía la está padeciendo particularmente en Alemania, donde un inefable Comisionado del Gobierno Federal les ha recomendado, hace poco más de un mes, que se abstengan de usar kipá en lugares públicos, por entender que su exhibición “estimularía” la violencia judeófoba.

Es una decisión parecida a la de una alcaldesa de triste memoria de la ciudad alemana de Colonia, que recomendó a los jóvenes de esa localidad que se vistieran en forma discreta y no hicieran manifestaciones de amor en público, para no “incentivar” los delitos sexuales.

Países occidentales que han dado ejemplo en la liberalización de sus hábitos sociales y en la inclusión de las minorías étnicas, religiosas y sexuales, ahora están retrocediendo de esos logros con el solo afán de no exasperar a quienes los reprimen.

En naciones democráticas como Alemania y Estados Unidos, hay una manera más civilizada de resolver estos conflictos: simplemente apelar a la justicia para que sea el imperio de la ley el que haga cumplir obligaciones y respetar derechos. En cambio, se instala cada vez más una actitud timorata por parte de políticos y empresarios, que en el ánimo de evitar problemas, imponen otro nuevo, que es tan o más grave: el de la autocensura.

Alguien podrá restar importancia a la ausencia de humor gráfico en una publicación del alto nivel intelectual de The New York Times, pero el hecho importa como una señal: las empresas y la sociedad, ¿ponen el norte en la libertad de expresión, ejercida con la debida responsabilidad, o en el temor a sus consecuencias?

Tal vez uno de los fenómenos más curiosos de este avance de la corrección política está en la nueva función que están incorporando las editoriales, a la hora de juzgar los manuscritos de los escritores: la del “sensitivity reader”, el “lector de sensibilidad”. Antes de ser publicada, la obra de ficción es filtrada por distintos lectores especialmente sensibles a reivindicaciones sociales específicas: habrá uno que analice si un personaje de la novela emite mensajes racistas, otro que buscará entrelíneas homofobia o transfobia, otro que pesquisará si hay pasajes que puedan implicar discriminación por género. Esos lectores informan a la editorial de tales “riesgos” para que la empresa sugiera al autor los “correctivos” necesarios.

Resulta difícil imaginar a Shakespeare negociando con un lector de sensibilidad que le impusiera que Otelo no debía estrangular a Desdémona. Pero a los políticamente correctos de estas horas, les hubiera encantado.

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