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Hacer huelga no es educar

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Ante un centro educativo, durante uno de los paros recientemente decretados por los docentes, colgaba un cartel con la siguiente inscripción: "Luchando y educando".

Ese lema es la síntesis de una concepción absurda que se va abriendo camino en las gremiales de maestros y profesores, y que ahora encuentra, inesperadamente, respaldo oficial en Marina Arismendi, maestra y ministra de Desarrollo Social.

Según ella, cuando un maestro reclama, "está educando". Una afirmación nebulosa pues resulta difícil entender cuál es el carácter pedagógico de ese acto. Arismendi adhiere a esta nueva línea argumental de los sindicatos de la educación que asomó el año pasado en ocasión de las grandes huelgas en la enseñanza. En aquella oportunidad, dirigentes de la Asociación de Docentes de Educación Secundaria (Ades) señalaron que los paros sirven "para educar a los niños en el respeto a los derechos humanos". De ser cierta esta aseveración, los cierres de escuelas y liceos que dejan a los alumnos sin clase deberían celebrarse como auténticas acciones educativas, es decir como un aporte sustancial a la formación de las nuevas generaciones de uruguayos. Ridículo.

La sola mención de esta tesis que ahora cuenta con el aval ministerial es capaz de crispar al observador más sereno. Sobre todo si se recuerda la forma en que se abusó de las medidas de lucha gremiales a lo largo del 2015 con un récord de 24 días sin clase en los liceos, incluidos 17 días de huelga decretada por los docentes, más otros cuantos días perdidos por paros parciales o generales. En tanto, el total de las clases suspendidas en las escuelas fue de 15 jornadas durante el año pasado. Ante semejantes números la ministra Arismendi y los gremialistas que comparten su errada posición se deben considerar a sí mismos unos educadores ejemplares.

Si tan aberrante justificación de los sindicalistas los descalifica como docentes, qué decir de una ministra de gobierno que apoya tales dislates invocando incluso a José Pedro Varela, el fundador de la educación nacional, al que nada podía molestar más que ver a niños y adolescentes frustrados en su intento de entrar en las aulas. Marina Arismendi, impertérrita, con el aire de quien proclama una verdad incontrastable, sostuvo en un programa radial que —impregnada según ella de las "concepciones varelianas"— consideraba a la educación como una "formación para la democracia y la ciudadanía" dentro de la cual caben cómodamente las medidas de lucha sindicales.

Lo inquietante del asunto es que a fuerza de repetir tonterías de este jaez desde la altura del poder, hay quienes pueden convencerse de que educar y a la vez clausurar los centros educativos por paros y huelgas son labores equivalentes. Por tanto, alguien debería advertirle a la señora ministra sobre la pésima orientación que está infundiendo desde el gobierno y no solo en materia educativa puesto que, como es notorio, otros divagues recientes la muestran incursionando en áreas del desatino igualmente preocupantes.

Es el caso de sus expresiones sobre los "ni-ni", es decir los millares de jóvenes que no trabajan ni estudian porque, según Arismendi, su problema es que en realidad "trabajan mucho y por eso no estudian". Así lo manifestó hace pocas semanas ante un grupo de legisladores que trataron sin éxito de averiguar de dónde obtenía sus datos la ministra ya que no presentó estudio o encuesta que respaldara tan rara afirmación. Otra definición llamativa la brindó con su postura sobre las ayudas que presta su ministerio, las que en opinión de Arismendi, no ameritan que se deba exigir una contrapartida porque eso supondría —sostiene—, "culpabilizar a los beneficiarios". De este modo, la ministra se afilia al más puro asistencialismo basado en la idea de que el Estado debe dar sin exigir nada a cambio. Ni siquiera exigirles a los receptores del auxilio estatal algo tan elemental como que envíen sus hijos a clase o cumplan con las exigencias mínimas de salud pública.

El problema es que las incongruencias de Arismendi, circunscritas hasta ahora al radio de acción de su cartera, invaden una zona de alta sensibilidad como es la educación. Su teoría de equiparar los actos educativos a las medidas gremiales de lucha revela un grado de confusión que debiera inquietar a la Presidencia de la República. Suficientes problemas tiene de por sí la enseñanza pública, totalmente dominada por los gremios docentes, como para que la ministra de Bienestar Social se ponga a azuzar a estos sindicalistas que quieren convencernos que dejar a los niños sin clase es educarlos.

EDITORIAL

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