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Historia y desafíos

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Esta semana especial para el diario, en que celebra nada más ni nada menos que 102 años de historia, parece un buen momento para levantar la mirada de la coyuntura y analizar algunos temas de fondo para el Uruguay como Nación.

En este derrotero de más de un siglo pueden divisarse cambios notorios en el país, en algunos casos con mejoras notables, también algunos retrocesos, que nos colocan en un presente que, aunque no está exento de dificultades, luce promisorio.

El despuntar del siglo XX encontraba a Uruguay en la vanguardia del continente, e incluso del mundo en muchos temas. Nuestro ingreso por habitante estaba entre los más altos del mundo, como venía sucediendo desde que existe reconstrucción estadística a partir de 1870, nuestro crecimiento poblacional en términos proporcionales era de los más altos, si no el más alto de América Latina y la educación y la cobertura de salud avanzaban firmemente.

Es posible que en ese Uruguay de comienzos de siglo ya comenzaras a gestarse algunos de los problemas que nos aquejarían en las décadas siguientes, como el estatismo y el proteccionismo, pero en sus inicios las consecuencias fueron poco evidentes.

El Uruguay que celebró el centenario de su primera Constitución construyendo el Estadio de fútbol que lo consagró campeón del mundo y que poco antes había inaugurado el Palacio Legislativo y el Palacio Salvo aparecía como un país pujante y, efectivamente, lo era, aunque en la comparación internacional ya venía perdiendo impulso.

Al promediar el 1900 todavía vivíamos en el ensueño de la Suiza de América, apurando una política de sustitución de importaciones que resultó, como era inevitable, pan para ese momento y hambre en el corto plazo.

Ya a mediados de la década de 1950 era evidente que el país estaba estancado porque la extracción de recursos al sector agropecuario para destinarlos a una industrialización imposible había terminado frenando cualquier posibilidad de crecimiento.

Con el estancamiento aparecieron problemas que fueron cobrando fuerza como el déficit fiscal, el endeudamiento, la inflación, el desempleo y la caída de ingresos reales de la población. La crisis social, económica y política con la que chocó el Uruguay del país de las maravillas es un recordatorio imperecedero de lo que pueden lograr las buenas y las malas políticas.

La apertura de la economía que comenzó a partir de 1959 tuvo retrocesos hasta que en la década de los setenta se instaló en forma definitiva. Todos los gobiernos que se sucedieron ampliaron o al menos no retrocedieron en la apertura financiera y comercial que le permitió al Uruguay dejar atrás el estancamiento.

Sin embargo, otros problemas se mantuvieron. El Estado siguió siendo pesado e ineficiente, la burocracia trancando con fervor digno de mejor causa, la actividad económica con exceso de regulaciones, las empresas públicas manejadas en varios casos como plataformas de lanzamiento político y nuestra inserción internacional perdió impulso en las últimas décadas.

Es indudable que el Uruguay avanzó desde la recuperación democrática hasta hoy en varios frentes, pero los desafíos pendientes siguen siendo enormes si nos proponemos metas ambiciosas.

Ya a mediados de la década de 1950 era evidente que el país estaba estancado porque la extracción de recursos al sector agropecuario para destinarlos a una industrialización imposible había terminado frenando cualquier posibilidad de crecimiento.

En una lista no taxativa, pero suficientemente amplia de los problemas con que contamos y que debemos atacar sin demora podrían mencionarse: mejorar la calidad de un sistema educativo que a todas luces retrocedió en los últimos años; reducir el peso del Estado en la economía para que puedan desatarse efectivamente las fuerzas de los uruguayos que invierten, trabajan y producen; concretar acuerdos comerciales para no dejar cada año más de 300 millones de dólares en las aduanas de otros países y mejorar los flujos exportadores; controlar las desbocadas finanzas públicas que al galope del ciclo electoral han explicado nuestras crisis; mejorar la competitividad del país con infraestructura de punta, menores tarifas públicas y menos regulaciones absurdas sobre el sector privado.

En una mirada de largo plazo también debemos aprender que no avanzar es retroceder y este es un momento para que el país procese algunas reformas fundamentales. La agenda del gobierno actual es ambiciosa y deberá ir incorporando otros temas para lograr avanzar en estos años de forma decisiva.

El sentido de las propuestas es el correcto y sin dudas, cuando se concreten en cambios efectivos, el país podrá reencontrarse con su mejor tradición de vanguardista y libre.

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