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Un golpe al mejor estilo siglo XX

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Fue certero el presidente del Tribunal Constitucional de Perú, Francisco Morales, al señalar que anteayer “se ha dado un golpe de Estado al mejor estilo siglo XX”.

El intento infructuoso de Pedro Castillo de perpetuarse en el poder, ante la inminencia de su destitución por parte del Congreso, así como su desprecio por la institucionalidad democrática, tienen mucho en común con la cadena de golpes de Estado que asolaron a América Latina durante el siglo pasado. Solo que aquellos fueron protagonizados por uniformados -o conspiraciones cívico-militares- que se apartaron de la Constitución usando como excusa la “amenaza comunista” o el violentismo de izquierda que caracterizaba a aquellas épocas. Pero los golpistas del siglo XXI no pueden ser definidos como de derecha, sino más bien todo lo contrario: Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y el fallido intento de Castillo en Perú, dan cuenta de que el apartamiento de la institucionalidad es hoy una práctica corriente de ese populismo de izquierda que tanto daño está haciendo a nuestro continente.

En una conferencia que dio Jorge Luis Borges sobre la ceguera, allá por 1977, dijo que “dos es una mera coincidencia; tres, una confirmación”. Ya tenemos el tercer caso que confirma la regla: la ortodoxia de izquierda no se lleva bien con la convivencia democrática. En su mesianismo, se siente con derecho a avasallarla en la abominable tradición de los Stalin y los Castro.

Y esto se evidencia claramente en las dispares reacciones que han tenido los gobiernos latinoamericanos a los sucesos ocurridos anteayer en Perú.

En la amplia mayoría de países democráticos, empezando por el mismo Perú, se condenó con dureza el ensayo de autogolpe: “el Perú quiere vivir en democracia. Este golpe de Estado no tiene ningún fundamento jurídico”, ha dicho el citado Francisco Morales. Lo mismo puede decirse de otras naciones que expresaron similar rechazo con contundencia, como Estados Unidos, Ecuador y la nuestra, que a través de la Cancillería condenó “enérgicamente cualquier intento de quebrar el orden constitucional”. Incluso un gobierno democrático de izquierda, como el de Gustavo Petro, se preocupó de marcar la línea divisoria entre libertad y autoritarismo. Expresó enfáticamente que “Colombia condena todo atentado contra la democracia, venga de donde venga”.

Ya tenemos el tercer caso que confirma la regla: la ortodoxia de izquierda no se lleva bien con la convivencia democrática. En su mesianismo, se siente con derecho a avasallarla.

En una definición que lo honra, el presidente electo de Brasil, Lula da Silva, no dudó en calificar la decisión de Castillo de disolver el Congreso como “incompatible con la estructura normativa constitucional de este país”. Otros gobiernos, como los de Chile y Argentina, jugaron más a la ambigüedad, reclamando diálogo para “resguardar las instituciones”, sobreentendiendo una supuesta equidistancia entre los demócratas y el golpista. Tuvimos que leer ayer alguna declaración vergonzante de quienes siguen aferrados al dogma del Foro de San Pablo. El mexicano Andrés Manuel López Obrador señaló a las “élites económicas y políticas” como responsables de la destitución de Castillo. Por su parte, el boliviano Luis Arce habló del “constante hostigamiento de élites antidemocráticas contra gobiernos progresistas”.

Al momento de escribir estas líneas, no hemos escuchado declaraciones de dirigentes opositores compatriotas, todavía insistentes con la imaginativa telenovela de los 400 kilos de pescado, que decían que no lo era pero que al final se supo que sí lo era.

Lo evidente es que la izquierda uruguaya no para de elogiar a sus parientes ideológicos que triunfan electoralmente, y luego tiene que tragarse sus ditirambos, ante evidencias de corrupción, incapacidad y autoritarismo.

Aplaudían a los K aun a pesar de que nos cortaron los puentes cuando gobernaba Tabaré Vázquez. Se emocionaron con Boric, soslayando que sus pésimos niveles actuales de aprobación se deben a que ganó con un discurso radicalizado, pero que después del fracaso de su proyecto constitucional, debió bajarlo tres cambios y defraudar así a los mismos que lo impulsaron. Cantaban loas a Pedro Castillo, incluso a sabiendas de su vergonzante diletantismo. A Díaz-Canel, ya no se animan a defenderlo más. En plan de vitorear y aplaudir, solo les queda Lula, que contrario a todas sus previsiones, ganó raspando.

Pero en lugar de imitar al presidente chileno y bajar ellos también la virulencia de sus críticas, siguen radicalizando un discurso que los aleja cada vez más del sentido común y de la gente.

Es que al igual que aquellos golpes de Estado triunfantes, el marxismo-leninismo es una antigualla del siglo pasado, sepultada por la historia.

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