EDITORIAL
El Estado como tal debe dar una respuesta muy clara para que no queden dudas de que andar pegándole a las maestras es algo que no se tolera más allá del contexto social en que estas cosas ocurran.
La semana pasada el país vivió un episodio, de apariencia menor comparado con otros hechos dramáticos que aparecen en las noticias policiales, pero que sin embargo es una muestra grave y alarmante del clima social que se vive en la actualidad.
Los maestros hicieron un paro porque una colega fue duramente golpeada por la madre de un alumno, en una escuela pública.
Mucho se habló sobre la reacción sindical, que en solidaridad con la maestra golpeada, de inmediato fue al paro y dejó a los niños sin clase. Ese reflejo de ir al paro como única medida de protesta para lo que sea, termina desprestigiando al instrumento como parece cada vez más evidente.
Sin embargo no deja de ser llamativo que ante otros paros por motivos distintos a este, la adhesión suele ser considerablemente menor. Es decir que maestras que normalmente no se suman a este tipo de medidas, sí lo hacen por esta causa específica. Ese solo dato debería invitar a una reflexión.
Mucho se habló también del contexto social en que se dio el episodio, que se repite en ciertas zonas problemáticas donde campea el narcotráfico y la criminalidad, con realidades muy complicadas. Ello no justifica lo sucedido, por cierto, pero sí tal vez ofrezca una explicación.
Tanto lo del contexto social, como lo de la recurrencia a un paro como única medida, darían lugar a diferentes tipos de análisis.
Sin embargo, no es en tales aspectos que queremos detenernos en este momento, más allá de que reconocemos su importancia.
Lo que ciertamente no puede pasar y debe ser cortado de raíz es que familiares de escolares agredan a los golpes a las maestras. Y menos puede pasar que no haya, desde el Estado, un firme ejercicio de autoridad que ponga fin de una buena vez a estos episodios.
No alcanza con la airada condena social. Es el Estado quien debe dar una respuesta clara para que no queden dudas de que andar pegándole a las maestras es algo que no se tolera, más allá del contexto social en que ocurra. Para ello es necesaria una respuesta contundente y ejemplificadora.
Vivimos tiempos en que a alguna gente poco le importa la educación que reciben sus hijos. Ir a la escuela o al liceo es algo que obliga la ley, por lo tanto no se puede evitar. Como además, en las escuelas públicas se les da a los niños una colación diaria (a veces dos) ello le resuelve a mucha gente un problema que, según el contexto social, puede ser angustiante.
Por lo tanto van a la escuela porque no hay más remedio, pero como contrapartida reclaman que las maestras no anden observando a sus hijos por no hacer bien sus tareas o por problemas de conducta, o lo que sea. No quieren que nadie les complique la vida y si eso ocurre, las cosas se arreglan a los golpes.
Aquella vieja idea de que el único legado que podemos dejar a nuestros hijos es una buena educación ya no es un valor como tampoco lo es aquel sobrentendido por el cual padres y maestros eran socios en la educación de los hijos y en consecuencia, lo que la maestra decía, recomendaba o reprendía, era para tener en cuenta, no para atacarla.
Digamos también, que a otros niveles sociales y en escuelas privadas, existen formas más sofisticadas y civilizadas de amedrentar maestros. Hay padres que entienden que las horas que sus hijos pasan en la institución es un problema de la institución (a la que ven como un mero lugar donde depositar a sus hijos durante parte del día) y no aceptan que los docente pongan notas bajas o apliquen alguna sanción. No van a los golpes, claro, pero sí ejercen una fuerte presión sobre la dirección del instituto y a veces amenazan con “mandar los abogados”. Ante esas situaciones son numerosos los docentes que se quejan de no contar con un respaldo claro e inequívoco.
Cuando las noticias de maestras golpeadas por las madres de los alumnos salen en los medios, el público solo ve como respuesta una confusa retórica, cuando en realidad espera medidas firmes y disciplinarias por parte de las autoridades educativas. El público tampoco entiende la confusa jerga de fiscales, abogados y jueces (si el caso llega a la Justicia) y solo queda la sensación de que no pasará gran cosa.
Estos casos son graves y no deben ser tolerados. El mensaje desde el Estado no puede dar lugar a ambigüedades. La agresión a una maestra de una escuela pública es un ataque que solo puede responderse con la máxima intransigencia.
Mientras ello no ocurra, seguirá habiendo gente convencida de que tiene luz verde para atacar a las maestras a su antojo. Y eso no puede seguir pasando.