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El espejo chileno

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El triunfo presidencial de Sebastián Piñera abre un tiempo político nuevo: por primera vez gana la derecha y pierde el candidato impuesto por la Concertación, el conglomerado de partidos de izquierda que venía gobernando el país desde el fin de la dictadura en 1989.

Hay razones de campaña electoral y de características del candidato en el fracaso de la Concertación. A pesar de un resultado de gestión cercano al 80% de aprobación de la presidenta Michelle Bachelet, Eduardo Frei alcanzó solamente el 29% del total de votos en la primera vuelta. Fue un candidato de estirpe política innegable -presidente entre 1994 y 2000-, pero que se deslegitimó cuando evitó enfrentarse a internas realmente competitivas dentro de la Concertación. Tampoco ofreció luego a la ciudadanía ni un perfil renovador ni un liderazgo carismático.

El excepcional apoyo del 20% que tuvo en primera vuelta el joven candidato Marco Enríquez-Ominami fue un signo claro de este desgaste de la Concertación. Mostró una fuerte reivindicación ciudadana en torno a la necesidad de una democracia más participativa, más abierta y renovada.

Y allí está todo el mérito de Sebastián Piñera. Entendió el nuevo tiempo político de su país. Supo posicionarse como el mejor exponente de una derecha capaz de rechazar el período dictatorial y de creer en la igualdad de oportunidades para todos. Logró legitimar un espacio de coalición alternativa a la izquierda, la Coalición para el Cambio, sustentada en un trabajo político tenaz y profundo de unidad de acción de los dos principales partidos opositores a la Concertación.

La Coalición para el Cambio que triunfa en Chile es democrática, liberal e incluyente. Piñera está lejos de representar a los pinochetistas y conservadores que formaban la vieja derecha chilena.

La Concertación confió demasiado en su sentimiento de superioridad moral y no percibió a cabalidad el cambio formidable que representaba la candidatura de Piñera en tiempos de un nuevo país.

En los últimos diez años, Chile ha progresado en el reparto de su riqueza, ha sido exitoso en bajar los niveles de pobreza y se inserta en el mundo de forma activa. Multiplicó tratados de libre comercio con los principales países y regiones del mundo -Estados Unidos, Europa, Asia-, y diversificó sus exportaciones para privilegiar a sus sectores económicos más competitivos y pujantes.

Los chilenos son globalmente más ricos que nosotros, tienen mejor educación, no temen a la competencia económica, avanzan en las reformas del Estado en un sentido de transparencia y eficiencia, y conducen su política exterior de forma de privilegiar el interés nacional. No se consuelan con ser los mejores de la región, sino que profundizan su exigencia de políticas públicas para alcanzar niveles de desarrollo y bienestar propios de los países más ricos: Chile acaba de entrar en la OCDE, grupo de países económicamente más importantes del mundo.

Cierto es que el balance de gestión de la Concertación en Chile es infinitamente superior al que presenta el Frente Amplio. Sin ir más lejos, alcanza con apiadarse del resultado de gestión de la izquierda en Montevideo para calibrar el tenor de esas diferencias. Cierto es entonces, que Sebastián Piñera promoverá énfasis y reformas distintos a los que requiere nuestro país. Pero desde ya, detrás de su victoria se consolida una alternancia en el poder necesaria y enriquecedora para la calidad democrática de Chile.

El triunfo del candidato de la Coalición para el Cambio nos enseña que ninguna coalición de partidos de izquierda tiene garantizada la victoria perenne. El espejo chileno refleja a nuestros partidos tradicionales que los caminos de la alternancia en el poder precisan firmeza en el rumbo, claridad de proyectos, y acuerdos partidarios de largo plazo que privilegien la dimensión gubernativa.

Precisan, en definitiva, de un compromiso conjunto en torno a la voluntad decidida de ser, efectivamente, opción real de cambio. Una coalición para el cambio.

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