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El último domingo de noviembre

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La fecha es el mayor ícono de nuestro calendario. En casi 200 años de vida institucional, cambiamos qué y cómo se elige, pero la definición principal se reservó siempre para el último domingo del penúltimo mes del año.

La Constitución de 1830 disponía en su art. 73 que al Presidente de la República lo elegiría “la Asamblea General, el día primero de marzo, por votación nominal”, pero el art. 22 mandaba que los diputados -únicos gobernantes que se votaban directamente- fueran electos a razón de “un Representante por cada tres mil almas, o por una fracción que no baje de dos mil”, en comicios “el último domingo del mes de noviembre”.

La Constitución de 1918 derogó la elección indirecta. Con ecos de proclama democrática su art. 71 dispuso: “El Presidente de la República será elegido directamente por el pueblo, a mayoría simple de votantes, mediante el sistema del doble voto simultáneo y con las garantías que para el sufragio establece la Sección II, considerándose la República como una sola circunscripción. La elección de Presidente de la República se efectuará el último domingo del mes de noviembre.” Los textos de 1934 -Senado de 15 y 15-, 1942 -restauración democrática- 1951 -Poder Ejecutivo colegiado- y 1967 -regreso a la Presidencia- removieron casi todo, pero no la fecha.

En la última reforma, de 1996, para introducir el balotaje se estableció una primera vuelta en octubre, pero “si… ninguna de las candidaturas obtuviese la mayoría exigida, se celebrará el último domingo del mes de noviembre del mismo año, una segunda elección entre las dos candidaturas más votadas”. Con lo cual se conservó la regla.

Esa regularidad es mucho más que una constante sabiamente fijada por los Constituyentes. Esa fijeza, se nos ha erigido en disposición del alma.

El último domingo de noviembre se nos eleva como un símbolo que ha permanecido por sobre las múltiples reformas y las modas. Es un hito inconmovible del modo nacional de resolver nuestro destino por un artiguista “nosotros mismos”, usando como herramienta pública el sufragio garantido, insospechable y acatado, logrado por luchas y angustias de los partidos tradicionales.

Ese símbolo conservó vigencia por sobre las quiebras institucionales. El imperativo de salvarlo está tan arraigado en el espíritu público que la dictadura cívico-militar de 1973 suspendió las elecciones, pero hizo custodiar el Registro Cívico Nacional, para cuando aclarase y se volviera a ensillar. Más aun: la cúpula militar rechazó el proyecto de suprimir los partidos y las elecciones, obligando a su autor, Juan María Bordaberry, a renunciar a la Presidencia.

No hay que olvidar estos antecedentes porque la persistencia de la fecha refleja el ideario que en el pasado infundió grandeza al Uruguay. Y porque en los principios de ese ideario deberán inspirarse las matrices de nuestro futuro. Para encarar los cambios de los nuevos tiempos, la receta no es demoler la sabiduría acumulada en lo que hicimos bien. Al revés, es enriquecerla.

Miremos a qué conduce eclipsar el rigor republicano. En la Argentina, el populismo kirchnerista admira dictaduras y se burla del rechazo de su pueblo en las urnas, maniobrando en la Justicia para sobreseer a su conductora y a su cohorte, en vez de juzgarlas. En Chile, el sostenido crecimiento económico disimuló las carencias de sensibilidad y formación de sus partidos y le entreveró elencos políticos con negocios, poniendo en entredicho la Constitución y en zozobra la convivencia. En Perú, tras licuar los partidos y hamacarse entre sucesivos Presidentes que terminaron presos, encaramó en el poder a un mandatario sin apresto para la función.

En cambio, nosotros estamos terminando 2021 con números auspiciosos y un presidente Lacalle Pou que cumple el programa que anunció en su campaña. Tenemos buenos motivos, pues, no solo para sentir orgullo por la vocación electoral de nuestro pueblo, sino para persistir en el rumbo democrático republicano que nos viene de la historia.

Por eso, las citas pacíficas en las urnas deben enriquecerse con la inquietud diaria de la ciudadanía por su propio destino. Hoy le toca al BPS, pero en dos años y medio tendremos internas partidarias y en menos de tres años viviremos la primera vuelta para el gobierno nacional. La libertad no es un proyecto a esperar del Estado. Es un mandato originario de cada persona. Por eso las elecciones definitorias, florecidas de jacarandá, no deben ser solo una movilización acarreada por propagandas.

Deben ser la cita de cada uno, y de todos, con el mayor de los capitales humanos: la esperanza reflexionada.

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