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El deterioro de las costumbres

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Después de algunos años sin hacerlo, tuvimos la ocurrencia de viajar con familiares a la Argentina a presenciar un partido de fútbol.

La experiencia sirvió para verificar el retroceso que ha experimentado nuestra sociedad en materia de buenas costumbres, aquellas que se valoran más cuando conviven ciudadanos que no se conocen y que, sin relaciones de parentesco ni de amistad, exhiben para con el otro lo que espontáneamente sale de su acervo cultural, sus hábitos, su consideración, su respeto. La forma de presenciar el espectáculo fue integrar una fracción importante de una tribuna, con un conjunto de compatriotas de iguales preferencias deportivas. Pocas veces se puede juntar tanto de lo peor que anida en la educación de un ciudadano, como cuando alienta a su cuadro en el exterior, arropado por el anonimato de la patota en la que se puede convertir esa fracción de la hinchada.

En primer lugar a nadie le importa si el que está detrás quiere ver el partido sentado; se parte de la base que el que está detrás se la tiene que bancar. Esa falta de consideración no termina allí. Una vez que uno se resigna a ver el partido de pie, en realidad aún resta soportar que otros se cuelguen de diferentes lugares lo que, más allá de su seguridad, supone otro desafío para ver el espectáculo. A esta tortura se suma el ondear de banderas que en manos de algunos militantes —en realidad creen estar haciendo una especie de acto de patriotismo— en su continuo agitar no dejan ver absolutamente nada. Todo esto va acompañado por un incesante gritar, tanto chascarrillos simpáticos como las más soeces cantinelas, proferidas en presencia de damas que corean lo mismo, al unísono con hombres totalmente fuera de sí, no solo con el torso el aire, sino en un salto perpetuo ejercitado no necesariamente mirando a la cancha. Los que llegaron al partido —hay que recordar que algunos fueron detenidos por diversos desmanes— no pertenecen predominantemente al mundo llamado "plancha". Se veían entre ellos con iguales inconductas a varios que transitan regularmente por la Ciudad Vieja, porque este deterioro del respeto por el otro, de la guaranguería en la expresión desaforada, no tiene que ver con el nivel de ingresos. Los insultos patoteros a los locales por suerte no generaron reacciones desmedidas, y hay que celebrar el éxito de un impresionante operativo de seguridad. Sin embargo el suceso de este plan es en sí mismo la prueba del retroceso. En efecto, el ingreso y la salida del estadio se dio en medio de una pared de policías detrás de sus alineados escudos que componían así, una suerte de manga de ganado. Por ella transitaba la gente protegida sin cesar de gritar e insultar. Así pues, el éxito en el operativo es definitivamente el fracaso de las buenas costumbres.

Cuando nuestro equipo convirtió un gol en el arco más próximo a su hinchada, todos se preguntaban quién lo había hecho y es lógico, ya que no se veía absolutamente nada por las inconductas antirrepublicanas de los hinchas. Hay no obstante una explicación. La inmensa mayoría no concurrió a ver un partido de fútbol. Lo hizo para participar de un espectáculo que no tiene como prota-gonista al cuadro de su preferencia, sino a su hinchada. Por eso gritan todo el tiempo, saltan, insultan, miran hacia la tribuna y no a la cancha, y disfrutan como si danzaran en una escuela de zamba o una murga: el partido es apenas un pretexto, y por tanto da igual si ven bien mal.

También los vecinos destacaron por conductas análogas, convenientemente regadas con cerveza. No se puede caer en el simplismo de culpar a Mujica por la mala educación. Pero no cabe duda que si las formas suelen proteger el contenido, el país en los últimos años ha caído en un desprecio por las formas más notorio que en otros lugares. En este caso las formas —estar sentado, no insultar, no patotear, vestir con decencia o solo vestir— son las protecciones externas que vienen de la cultura, para demostrar el respeto por el otro, por la diversidad de opiniones o preferencias, por la convivencia pacífica y en sociedad, por una conducta republicana de verdad, por un rechazo a estas nuevas formas de supuesta valentía. Al salir en un corral de escudos tan eficiente como horroroso, en un mar de insultos desde y hacia la tribuna local, quedaba claro que la repetida preocupación políticamente correcta por lo "inclusivo", es solo un decir que no parece alcanzar las necesidades de abarcar con una conducta respetuosa a los que pasan a nuestro lado o comparten un espacio público. Es este un modo práctico de ser inclusivo, tal vez más inmediato y cotidiano que el respeto al que vota diferente o tiene otra inclinación sexual.

Editorial

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