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Desestabilizadores

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La vida civilizada se funda en un contrato tácito entre los ciudadanos y el Estado: los ciudadanos renunciamos a servirnos de la violencia como método y el Estado se compromete a protegernos.

Como resultado de ese contrato, tanto la delincuencia como la justicia por mano propia se vuelven ilegales. El Estado pasa a ejercer, como dijo el gran sociólogo Max Weber, “el monopolio de la violencia legítima”.

El gran problema del Uruguay es que el Estado no está cumpliendo su parte del contrato. Por una mezcla de impericia y desvarío ideológico, el Estado no nos está protegiendo. Una ilustración perfecta de ese incumplimiento son las recientes declaraciones del ministro Bonomi: ante el constante deterioro de las condiciones de seguridad, lo que nos recomienda el ministro del Interior es que no nos resistamos ante un delincuente armado.

Esa declaración es tan tremenda que hubiera debido costarle el cargo. Lo grave no está tanto en lo que dijo el ministro (que dentro de ciertos límites puede tener su lógica) sino en lo que no dijo.

El ministro Bonomi no reconoce que, si nos toca estar ante un delincuente armado, es porque el Estado fracasó en su tarea de evitarlo. Tampoco se compromete a hacer todo lo que esté a su alcance para que eso no ocurra (por ejemplo, eliminar los celulares en las cárceles desde los que se maneja la delincuencia en las calles).

Ni siquiera se toma el trabajo de decir que robar está moralmente mal y ser un ciudadano decente está bien. Para él, la delincuencia es un hecho sociológico con el que tenemos que convivir.

Si las cosas siguen deteriorándose a este ritmo, es cuestión de tiempo que aparezca la justicia por mano propia. Y este diario será el primero en condenar esa clase de actos. Pero no se trata solo de condenar, sino de entender que eso es lo que pasa en todas partes cuando los ciudadanos se convencen de que el Estado no va a cumplir su parte del contrato y que, por lo tanto, están desprotegidos.

Cuando la justicia por mano propia pasa a ser vista como una opción por bastante gente, la convivencia civilizada queda herida de muerte. No sólo se generaliza la violación de derechos y se pierden vidas, sino que se entra en una espiral de la que es muy difícil salir. El Estado no cumple con su deber de proteger a los ciudadanos desarmados. Los ciudadanos sufren las consecuencias y optan por dejar de lado su propia parte del contrato. Entonces, el Estado, que no estuvo presente para proteger a quienes eran víctimas de la criminalidad, aparece para castigar a quienes reaccionaron (y seguramente cometieron graves excesos). Pero eso no es visto por la sociedad como un restablecimiento del Estado de Derecho, sino como la simple defensa de un monopolio. Lejos de legitimarse ante los ciudadanos, ese Estado que convive con el crimen pero reprime la autodefensa profundiza su deslegitimación. Salir de ese círculo tóxico es casi imposible.

En nuestro continente hay países que cayeron en este horror. Países en los que basta que un extraño mal vestido camine por un barrio medianamente favorecido para que corra un serio riesgo de recibir una bala que nadie se atribuirá. Los uruguayos podemos pensar que eso nunca nos va a pasar, pero es bueno recordar que antes mirábamos con suficiencia a quienes, en otras sociedades, vivían rodeados de rejas y alambradas de púas.

El riesgo existe, y si llegara a concretarse, sería el colapso del Estado de Derecho tal como lo conocemos.

En los últimos días, varios dirigentes del Frente Amplio han acusado a la oposición de tener intenciones desestabilizadoras. Lo que hay que entender es que los verdaderos desestabilizadores son ellos. Su inacción ante el crecimiento de la inseguridad está creando las condiciones para una crisis de legitimidad de las instituciones. La policía, los fiscales y los jueces son hoy mirados con sorna y escepticismo por un buen número de uruguayos. Todo el aparato destinado a ejercer el “monopolio de la violencia legítima” está bajo sospecha.

Este es el verdadero riesgo de desestabilización que nos acecha. Un Estado que no cumple el primero de sus deberes contractuales, es un Estado que ni siquiera tendrá la capacidad de reaccionar con legitimidad cuando se resquebrajen las últimas defensas que aún protegen la vida civilizada. Lo que el ministro Bonomi no consiguió hace décadas, cuando quiso destruir el Estado de Derecho atacándolo desde afuera, ahora está a punto de conseguirlo desde adentro. Ya no necesita tirar balazos, sino dejar que otros lo hagan.

La pregunta es si eso es también lo que quiere el presidente Vázquez.

EDITORIAL

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