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Es la democracia

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Cada tanto, se caen las máscaras. Por lo general, y sobre todo a partir del derrumbe del socialismo real y la caída del Muro de Berlín, hay un sector importante de la política global que se pone la careta y ensaya un discurso democrático, tolerante y amplio.

Pero esto tiene en la mayoría de los casos el fin de seducir a los incautos y disimular las pulsiones intolerantes y absolutistas que siguen latiendo en el interior. En el fondo, sigue existiendo el mismo sentido mesiánico, el desprecio por la verdadera igualdad democrática, y la idea de que hay un grupito de iluminados llamados a regir el destino de la sociedad.

Pocas veces esto ha quedado tan claro como con los resultados electorales en Gran Bretaña y en España.

En el caso español es donde tal vez la cosa haya quedado más explícita. Mientras duró la campaña, y se sostenía la ilusión de que el sector político constituido por comunistas y esta nueva izquierda "bolivariana" que es Podemos, tenían chance firme de llegar al gobierno, todo eran rosas. La democracia era preciosa, el pueblo se había iluminado, y por fin los humildes, los descastados, los postergados de siempre, iban a tomar su destino en sus manos.

Alcanzó con que el resultado legítimo de las urnas no fuera el que esa gente esperaba para que todo trasmutara en desastre. El pueblo español se convirtió en un hato de ignorantes que no saben lo que votan, las leyes electorales volvían a ser un aliado de las oligarquías y el establishment, y la democracia era poco menos que una pantomima para mantener en el poder a los corruptos. En vez de eso, uno podría preguntarse: ¿qué tan terrible sería la opción para que el pueblo español prefiriera votar a un partido tapado por denuncias de corrupción como el PP? ¿Será que los ocho millones de votantes que respaldaron a ese partido son corruptos, oligarcas, o fanáticos religiosos?

El otro argumento es que se hizo una campaña "de miedo". Nuevamente se subestima la capacidad de la gente de a pie. Tal vez, justamente, a lo que tuvieron un razonable miedo los españoles es a que llegue al gobierno un sector político que muestra un desprecio flagrante por la voluntad popular, y que cree que es parte de una elite que sabe mejor que el ciudadano común lo que a este le conviene hacer con su vida.

Pero antes estuvo el ya famoso "Brexit", donde hubieron posturas similares. Tras el sorpresivo, pero inapelable veredicto popular por el cual una mayoría de británicos decidió salir de la Unión Europea, los discursos han sido varios. Hay quien puede estar de acuerdo, hay quien cree que es una locura, están quienes opinan que el país se ha pegado un tiro en el propio pie.

Pero también ha habido un discurso que sostiene que hay decisiones que no deberían quedar en manos del ciudadano común. Que serían temas demasiado complejos, demasiado técnicos, demasiado importantes, como para que sean definidos en un referéndum general. Puede ser, si nos aferramos a una postura extremadamente pragmática. Pero esa lectura implica una visión confundida sobre lo que es la democracia.

Ni su defensor más acérrimo sostuvo nunca que la democracia es infalible, o que las mayorías siempre tienen la razón. Es más, los pueblos en elecciones libres han cometido errores históricos y votado a algunos de los peores gobiernos imaginables. La lógica de la democracia no es que los pueblos no se pueden equivocar, es que son los únicos con legitimidad para hacerlo.

En el caso británico, por ejemplo, es probable que la decisión de la ciudadanía sea un error. Pero si el día de mañana eso se verifica, nadie tendrá derecho a quejarse. Y quienes salieron derrotados sabrán que a los únicos que pueden culpar de esa derrota es a sí mismos, sobre todo si se confirma que su postura era tanto mejor, ya que serían responsables de no haber sabido comunicarla con efectividad. Pero si algo inflamó el discurso de quienes estaban a favor del Brexit, fue el argumento de que la Unión Europea se estaba convirtiendo en una entidad política poderosa sin un respaldo democrático. Donde una elite burocrática se sentía con derecho a decirle a los países cuándo podían tener elecciones, cuándo no era conveniente, y a rediseñar sus leyes, fronteras y políticas desde Bruselas, muchas veces en contra de la voluntad nacional de cada Estado.

De nuevo, la cuestión de fondo es que cuando se trata de definiciones trascendentes como elegir un presidente, o resignar la identidad nacional, es lógico que quien tenga que tomar la decisión sea el pueblo. La historia enseña que, en estos casos, si alguien se va a equivocar, es mejor que sea el pueblo.

EDITORIAL

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