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La Constitución de 1997

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Cumple este mes dieciocho años la aprobación de la última gran reforma electoral. Y como si se tratara de un deporte nacional, por estas semanas se ha vuelto a plantear la necesidad de una reforma que haga nuevos ajustes a la Constitución de la República.

En primer lugar, importa destacar algunos cambios positivos que introdujo esa Constitución de 1997. Con el candidato único por partido y el balotaje, se aprobó una mayor responsabilidad política del presidente electo. En efecto, ya no pasó a depender de apoyos múltiples dentro de su partido. Incluso, con su requerida mayoría absoluta para ganar, también su mayor peso institucional responde a un apoyo popular claro, cierto y personal.

Además, las elecciones internas de los partidos separaron lo que es la definición de autoridades partidarias por un lado, de lo que es la elección de representantes en el Parlamento por el otro. Así las cosas, es un instrumento que devolvió vitalidad a la legitimidad partidaria. También, al menos en las colectividades tradicionales, abrió el juego a otro tipo de elecciones y participaciones ciudadanas, por ejemplo a nivel de repetidas elecciones de juventudes.

Finalmente, la separación en el tiempo de las elecciones departamentales con respecto a las nacionales abrió un camino de mejoras en los debates locales y de mayor responsabilidad política de los actores departamentales. No hay más procesos de arrastres nacionales-locales que, bajo cobijo de problemáticas por distinto nivel de gobierno, terminaban incidiendo en las opciones partidarias en el otro nivel del mismo. Ahora todo el mundo vota intendente sabiendo que lo vota a él, y las campañas se centran en problemas concretos del departamento.

En segundo lugar, la reforma de 1996- 97 no fue un cambio para impedir al Frente Amplio llegar al poder. Es cierto que está cada vez más extendida esa antojadiza versión, incluso entre politólogos que dicen estar especializados en la materia. Pero la verdad es otra.

Se trató de un arduo proceso de negociaciones interpartidarias. Todos los partidos cedieron para alcanzar el objetivo de una reforma consensuada. El Partido Colorado quería el balotaje y Seregni, figura máxima del Frente Amplio, también. Si bien eso podía perjudicar las chances de la izquierda de ganar en segunda vuelta, a cambio Seregni obtuvo algo muy importante: que los partidos tradicionales abandonaran, obligadamente, una práctica política histórica como era la acumulación de votos por candidaturas múltiples presidenciales. Además, en el caso nacionalista, también se cedió en la separación de lo nacional y lo municipal. En el sistema previo, votar todo junto era un gran motor electoral en cada departamento del interior para los blancos, porque tradicionalmente contaban con fuertes caudillos locales.

En tercer lugar, algunas de las críticas que han recibido estas reglas de juego, en realidad, debieran de atribuirse a las prácticas políticas de los partidos. Una de ellas, por ejemplo, habla de la feudalización, y refiere a que con las elecciones departamentales pierden peso las autoridades partidarias nacionales y se atomizan sus estructuras. En verdad, el problema allí está en la falta de actualización de esas organizaciones a las nuevas reglas de juego que implican reformas. Es mucho más fácil, claro está, culpar a la Constitución del 97.

Otra crítica señala que el ciclo electoral es muy largo. Pero si las campañas empezaron en enero de 2013 y se terminarán en mayo de 2015 no es por culpa de la reforma del 97. Ha sido por opción de los políticos.

Es cierto que podría acortarse el tiempo que va de las internas a las nacionales, y tener así un ciclo electoral que ocupe menos de un año (incluyendo en el cálculo a las departamentales). Pero para lograr eso no se precisa reformar la Constitución.

En el mismo sentido, las urgencias que ahora surgen por cambiar las reglas de juego del balotaje no parecen haber valorado lo suficiente la dimensión de mayor responsabilidad política que dio la reforma del 97 a la primera figura institucional del país. Ella se apoya, claro está, en el requisito de su específico y gran apoyo electoral. Cambiarlo implica hacer caer la lógica política que sustentó aquella consensuada reforma.

La Constitución que este mes cumple su mayoría de edad, ha probado haber aportado mayor estabilidad y legitimidad a los gobiernos de la República. No es poca cosa. Ello no debe menospreciarse ni relativizarse con el afán de proponer una nueva agenda reformista.

Editorial

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