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La ciencia no solo precisa plata

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El reclamo por insuficiencia presupuestal formulado desde las organizaciones y personalidades vinculadas a la Agencia Nacional de Investigación e Innovación no puede sorprender.

Nuestras instituciones académicas de alta especialización cada tanto tiempo saltan a la palestra, denunciando recortes, pidiendo aumentos o reclamando mínimos. Todos los gobiernos han recibido pedidos financieros y los han atendido según las prioridades con que manejen sus recursos, siempre escasos.

Pero este planteo de la ANII no merece pasar inadvertido ni apilarse como uno más, ya que la amenaza a su sustentabilidad no nace con el gobierno de Lacalle Pou, sino -como dejó en claro el comunicado de su actual Directorio- con lo actuado “desde 2016 a 2019”, cuando “la Agencia aumentó los compromisos asumidos cada año, sin asegurar un aumento acorde en sus ingresos. Las reservas se estaban agotando y no se contaba con previsiones presupuestales garantizadas por ninguna autoridad”, a pesar de lo cual “las anteriores autoridades asumieron más compromisos que nunca, sin prever los recursos correspondientes”. Esto llegó al punto de que “el programa de trabajo aprobado por el directorio en diciembre de 2019 preveía ingresos por 1.207 millones para 2020, mientras que se asumían compromisos por 1.662 millones”.

Según su Reglamento, la Agencia “promueve el acceso abierto a la producción científico-tecnológica nacional como estrategia para fortalecer al sistema nacional de ciencia y tecnología, sus vínculos con la sociedad y el sector productivo”. En realidad, hace algo que viene de más lejos y apunta más allá de lo inmediato. Promueve la libertad creadora, tradición uruguaya que fue impulsada en sucesivos empujes, con la creación hace más de un siglo del Instituto Boerger, hoy INIA, y luego el Laboratorio Clemente Estable, el Instituto de Higiene, la Facultad de Humanidades y Ciencias, el LATU, el Pedeciba y el Instituto Pasteur de Montevideo.

Esa tradición ha sido fecunda. Gracias a ella, en la coyuntura sin parangón que impuso la pandemia, no anduvimos a los bandazos como sucedió en el vecindario. Ahora bien. Basta repasar a vuelapluma los antecedentes para advertir que los progresos patrios en la formación de pensamiento propio y en siembra de inventiva formal e informal, no surgieron tanto de vigores financieros como de la fuerza de las vocaciones que brotaron de un país que idealizaba el saber, creía en el progreso y estimulaba la distinción por los talentos y las virtudes.

La ciencia en nuestro país nunca fue rica en finanzas, pero tiene cultores y suscita curiosidad por desentrañar misterios, y no solo genera ansiedades utilitarias de corto plazo y renta inmediata.

Desde la escuela, y muy particularmente en Secundaria, se enseñaba a respetar y admirar a la ciencia como una larga batalla a librar tramo por tramo. Se explicaba la epistemología -el método científico- como desarrollo sistemático del pensamiento crítico ante las observaciones y las interpretaciones.

En vez de eso, en el Uruguay la opinión pública viene habituándose a que la gran investigación se cumpla lejos, en circuito cerrado y bajo la égida de los grandes capitales, mientras acá compramos sus productos y sus paradigmas. Encolumnados detrás de los mensajes que nos manda el hemisferio norte, digerimos las contradicciones científicas que suben y bajan de cartelera. Nos descansamos en una pereza crítica que nos deja a merced de cualquier bolazo difundido por redes o nos uniformiza en la obediencia.

Los progresos patrios en la formación de pensamiento propio y en siembra de inventiva, no surgieron tanto de vigores financieros como de la fuerza de las vocaciones que brotaron de un país que idealizaba el saber.

Si a eso que nos viene de afuera sumamos las conocidas falencias en matemáticas, ortografía, comprensión lectora y rigor lógico, advertiremos que, además de proveer financiación para la investigación y la innovación, nos hace falta restablecer un clima de devoción y esperanza en el conocimiento, que apunte no solo a indagar e innovar en ciencias duras y proyectos económicos sino también a comprender la cultura toda, nunca reducible a métodos materialistas científicos y siempre emparentada con las subjetividades de la persona y las libertades de las artes.

Si las legítimas ambiciones por el poder, la riqueza y el éxito no volvemos a colocarlas bajo el apetito de saber cada vez más, descorriendo misterios e imaginando innovaciones, nuestros tres millones y medio de habitantes se empobrecerán cada vez más aunque crezca el Producto Bruto Interno.

Por eso, nuestra ciencia requiere que la ANII y todas las agencias de investigación tengan recursos suficientes, administrados con todo rigor.

Pero también necesita un contexto nacional que deje atrás los embrutecimientos y cultive la pasión por saber.

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