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La casa no está en orden

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La casa no está en orden, la situación del país dista de ser tranquilizadora. La falta de un criterio único en el gobierno, la confusión de prioridades en la gestión, la ineficiencia del gasto público y la corrupción demagógica nos enfrentan todos los días a cambios de rumbo que terminan hurgando en los expoliados bolsillos de los contribuyentes.

El Poder Ejecutivo y su fuerza política se concentran más en el juego de poder que en el ejercicio de una gestión moderna; en otras palabras, es el reflejo de lo que Frederic Bastiac afirmaba hace 200 años al definir al Estado "como la ficción mediante la cual todos tratamos de vivir a expensas de los demás".

Lo dicho no es un juego de palabras, porque el tema central no resiste planteos ideológicos sino que exige un mercado político competitivo ofreciendo a los "consumidores" —opinión pública y electorado— resultados que muestren un adecuado balance de costos y beneficios. En ese sentido, todas las democracias encuentran dificultades para resistir la movilización de los más estridentes y organizados; y es que los definidos de izquierda, hipócritamente gustan más de los funcionarios públicos, que de los pobres. Aquellos son los que hacen su contribución a los sindicatos, gozan de estabilidad laboral, hacen huelgas por cualquier motivo y votan al partido que protege y oculta sus ineficiencias. Por su lado los pobres no hacen nada de eso, sufren, se resignan y se enfrentan a una irreversible pérdida de su calidad de vida. Pero la situación es más grave aún, porque el viento de cola que la economía disfrutó desde el 2005 nos llevó a vivir en una demagogia delirante vinculando el gasto público a un incontrolable clientelismo; se recurrió a un modelo asistencialista que ocultó que los trabajadores y los pequeños y medianos empresarios no hicieran otra cosa que financiar un Estado tan voraz como ineficiente. Pero esos tiempos se acabaron. El ministro de Economía lo sabe pero miente, y para "seguir tirando" siempre encuentra una vuelta para meterle la mano en el bolsillo a quienes trabajan o reciben menguadas jubilaciones y pensiones; y eso se explica porque su única preocupación es mantener a raya a los que en nombre de una "lucha de clases" negocian para sus afiliados más y más privilegios sin mostrar resultados.

El ministro tampoco ignora que el grado inversor lo estamos por perder; simplemente porque los números no cierran y el inversionista extranjero o nacional, ya no resiste las movilizaciones sindicales, la insoportable presión tributaria y el nivel de las tarifas públicas.

En resumen, la economía uruguaya perdió productividad y competitividad.

El déficit fiscal de casi un 4% no es sostenible. Y como respuesta se recurre a un "desesperado" ajuste fiscal negociado políticamente en la interna del Frente Amplio que no tendrá los resultados que el ministro quiere alcanzar; es más y es posible que sea mayor además de que la calificación de la deuda pública uruguaya puede que baje otro escalón antes de fin de año. Otros indicadores muestran una desocupación que supera el 8%, mientras que la inflación detrás de la demencial experiencia chavista es la más alta de toda la región. Seguir insistiendo en la indexación de los salarios públicos no es otra cosa que pan para hoy y hambre para mañana.

Pero además, la corrección a la baja del PBI ya es un hecho repetido y poca gente cree que las causas provienen de la caída de los precios que exportamos o de circunstancias que no pudieron anticiparse. Es así que este año caerán las exportaciones y el saldo comercial sería deficitario por 1.300 millones de dólares, unos 100 millones de dólares menos al de los últimos doce meses contados desde abril. Con signos distintos, otras economías de la región como la paraguaya y la peruana alcanzan resultados envidiables, simplemente porque las tentaciones populistas no prosperaron en la cabeza de sus gobernantes. En cualquier comparación el Uruguay sale mal parado, sobre todo, en lo que hace al ambiente de negocios. En ese contexto, las empresas públicas esconden números y corrupción; para decirlo claramente, son la expresión de una cultura estatista depredadora con origen en el batllismo e incorporada a una visión socializante que compromete nuestra autosuficiencia, alimenta las rentas generales con tarifas indecentes y compromete la estabilidad del tipo de cambio. La realidad es esta y más temprano que tarde saldremos a buscar un par de muletas para que puedan caminar los dinosaurios estatales que hemos alimentado. Pero no tendremos recursos ni para eso.

Los pobres seguirán siendo los que paguen, aplastados por una burocracia estatal, inmune a todo cambio.

EDITORIAL

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