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Menos cargos y más cultura

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EDITORIAL

Hay artistas (y ciudadanos) que claman por una gestión cultural del Estado que deje de poner el énfasis en la corrección política del “todos y todas”, y lo ponga en lo que verdaderamente importa.

En su gira por México, el presidente Vázquez ha anunciando la próxima creación de una Secretaría Nacional de Cultura, como institución descentralizada que dependerá de un ministerio.

La preocupación por la cultura, viniendo de un sistema político que suele relegarla a segundo plano, es de por sí una buena noticia. Sobre todo en un país que suele explicar el deterioro de su convivencia en términos exclusivamente económicos. Según los supuestos ideológicos imperantes, aún influidos por un trasnochado sesentismo, las causas de la delincuencia se hallan en el hambre y la exclusión social, cuando no en el siempre denostado consumismo. El análisis de la realidad muestra otra cosa. La marginación no es económica, sino cultural. No importa tanto cuánto tenga la persona o de cuánto carezca: la agresividad y la intolerancia permean en forma creciente en toda la sociedad. Algunos las expresan matando, rapiñando, golpeando o abusando a sus parejas e hijos. Otros lo hacen vandalizando fachadas, insultando en el tránsito o en el estadio, hostigando al diferente en el salón de clase o practicando linchamientos a través de las redes. El denominador común de estas acciones, que no conocen diferencias sociales, es la pérdida de valores y pautas culturales.

Por eso es tan importante la implementación de una amplia política cultural que, al impulso de una verdadera equidad en el acceso a una educación calificada, restablezca los códigos de convivencia que alguna vez caracterizaron a nuestro pequeño país modelo.

¿Es la creación de una nueva oficina del Estado la fórmula para lograrlo?

Definitivamente no. Como hemos visto en muchas otras oportunidades, hay gente que cree que el organismo precede a la función, que hay que asignar cargos rentados, crear comisiones y empantanarse en diagnósticos interminables, como paso previo a la toma de decisiones que deberían ser obvias y urgentes.

La actual administración anunció en 2015 la iniciativa de formular un Plan Nacional de Cultura, como paso previo a la redacción de un proyecto de ley en tal sentido. En su mensaje por cadena de radio y televisión del 1º de marzo del corriente año, el presidente Vázquez realizó un balance de su gestión hasta la fecha y, en lo que respecta a este tema, lo único que dijo fue que se habían realizado reuniones en todo el país para recibir ideas, a incorporar a ese plan.

Meses antes, en diciembre de 2016, un grupo de referentes de la cultura elevó al gobierno el petitorio para crear un nuevo ministerio destinado al área.

Casi un año después, se anuncia esta Secretaría Nacional, que procura, según declaró hace unos días a La Diaria el asesor Alejandro Denes, "ordenar lo que hace el Estado en el ámbito cultural, además de consagrar el derecho a la cultura y establecer una nueva institucionalidad". Repárese en la vacuidad de esos conceptos. ¿Es necesario crear un nuevo organismo para "ordenar" lo que hace el Estado en cultura? ¿No alcanza con ordenarlo y punto? Consagrar el derecho a la cultura, ¿no es una misión básica del Estado? Y decir que se crea la Secretaría para "establecer una nueva institucionalidad" ¿es algo más que una mera tautología?

Mientras se declaran estas cosas, hay escritores uruguayos movilizados contra la pretensión de algunos legisladores oficialistas de crear una ley de abolición del derecho de autor. Hay una pujante industria cinematográfica forjada a impulsos privados que, a pesar de su creciente éxito internacional, se las debe ver con una ecuación económica de produc-ción azarosa, mientras demanda algún aumento de los magros apoyos estata- les y la concreción de una zona franca audiovisual en Punta del Este, que avanza a pasos de tortuga. Hay músicos hartos de que los contratos oficiales siempre beneficien a los mismos. Hay gente de teatro irritada por los generosos apoyos que recibe un puñado de directores de agrupaciones carnavalescas (a quienes literalmente se les regala el Teatro de Verano todos los años), mientras que el alquiler de un escenario estatal, para representar un clásico, resulta oneroso y de alto riesgo.

Hay, en suma, artistas (y ciudadanos) que claman por una gestión cultural del Estado que deje de poner el énfasis en la corrección política del "todos y todas", y lo ponga en lo que verdaderamente importa: garantizar el acceso y disfrute de las expresiones artísticas más enriquecedoras del intelecto y la sensibilidad, a todos los niveles sociales.

Para esto no hay que designar nuevos cargos de confianza. Alcanza con ponerse a trabajar.

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