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De la inmigración

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@|En fecha reciente una reconocida empresa encuestadora publicó que más del 50 % de los uruguayos aprueban la inmigración llegada en los últimos años a nuestro país, siendo éste un resultado lógico al ser nosotros una población descendiente de españoles e italianos llegados en los siglos XIX y XX. En lo que me es personal, ha despertado siempre mi admiración la valentía de todos estos ancestros- como mis abuelos- que llegaron en el entorno de sus 20 años, sin instrucción ni dinero, en una precaria tercera clase de barcos de aquéllos tiempos, escapando al hambre y con todas sus ilusiones puestas en su futuro en estas latitudes. Estos inmigrantes fueron trabajadores de sol a sol, siempre agradecidos y sin pretensiones, estableciéndose aquí en su mayoría, por el resto de su vida. 

Pasado más de un siglo, es notable la similitud entre estos antepasados y los jóvenes inmigrantes que hoy llegan por miles a Montevideo, corriendo de situaciones límites que han hecho imposible su permanencia en sus países de origen. Quizás más ilustrados por haber tenido la oportunidad de una educación, pero con las mismas esperanzas de un porvenir más venturoso, agradeciendo la oportunidad de un empleo, aunque estén más capacitados que para la labor que desempeñan. Si les toca atender al público, resultan de una amabilidad y educación dignas de resaltar. 

Estas ganas de trabajar y salir delante, afortunadamente aún la tienen muchos jóvenes uruguayos, estudiando y/o trabajando para poder mejorar o mantener una buena calidad de vida para ellos y sus familias en su presente y encarando el futuro. 

Pero hay una enorme cantidad de compatriotas jóvenes – muchos más de lo que quisiéramos – sobre todo a nivel comercial, que tratan a los clientes como si en vez de ofrecerles un servicio les estuvieran haciendo un favor, con desgano, indiferencia y hasta fastidio. Hay situaciones de esta especie que me han tocado vivir, en las que pienso que si en mis buenos tiempos cualquiera de nosotros hubiera tratado así al público, hubiera quedado en la calle en cinco minutos. En aquél entonces, trabajábamos defendiendo los intereses de un patrón que nos daba la oportunidad de un empleo para ganarnos la vida. 

Esa crisis de valores que hoy es una epidemia en nuestra sociedad, forma parte de la idiosincrasia errónea que los gobernantes han puesto en la cabeza de un pueblo que hoy da por bueno que hablar mal es lo correcto, que no importa que las empresas se vean forzadas a cerrar por la presión salarial y demandas de los sindicatos, que no está mal que los profesionales sean subestimados por algunos gobernantes y estén al servicio gratuito de un gobierno que los usa para controlar y cobrar sus tributos y una larga fila de disparates que han hecho que la juventud pierda la brújula del buen ser y hacer, en una sociedad que fue oportunamente admirada por su cortesía, educación y principios y hoy es lo que es. 

Parecería que esta novel población oriental tiene mucho que aprender de los nuevos inmigrantes que han vivido en su propio pellejo la desgracia de la escasez, el desempleo y otros padeceres en sus propios países. Y si no es así, de aquellos ancestros que dieron a nuestros padres la vida. Porque si no lo hacen, tarde o temprano, verán irse a sus propios hijos buscando otros horizontes donde orientar sus vidas, lamentándose no haberles inculcado los valores éticos que una vez nos preciamos de tener.

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