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Día de vacunación

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@|El sábado 10 de abril, a las 9.30, me correspondía vacunarme en el Antel Arena.

Mi nieta Verónica se encargó de llevar a las dos abuelas que sólo teníamos una hora de diferencia.

Al llegar, en medio de un caos de coches, nos señalaron los lugares de entrada, indicando cuál era la de discapacitados. Allí fui a parar, no por problemas motores sino respiratorios.

Ya en el hall de entrada exterior había largas filas de personas en sillas de ruedas, otros con muletas, algunos con dificultades notorias para caminar. Cada poco rato, se veían unas chicas con la remera de la Cruz Roja salir con sillas de ruedas para auxiliar a los más cansados. Sin protestas ni mal humor, nos enteramos por compañeros de fila que recién estaban llamando a los que tenían el horario de 8.30.

Creo que después de media hora, también noté que empezaba a respirar fatigada, creo que más por el stress que el esfuerzo. Mi nieta preguntó si podía entrar a sentarme e inmediatamente me encontré con una silla entre tres hileras ocupadas con el distanciamiento correspondiente.

Desde ese lugar tenía una visión privilegiada de lo que sucedía. El delgadísimo joven que, impecablemente vestido de negro, manejaba la computadora sin un gesto de cansancio a pesar de no parar un minuto. Las chicas de la Cruz Roja parecían directoras de orquesta que derivaban algunas personas hacia el ascensor, otros a la escalera, respondiendo preguntas, siempre con calma, inclinándose a escuchar y responder con gesto afectuoso, imaginé sonrientes.

Llegado mi turno subimos; minutos después nos detuvo un jovencito uniformado, con algo que parecía un traje de paracaidista y boina negra. Me preguntó qué número de vacunatorio tenía que era al final de un largo pasillo. Tal vez tenía un fino oído, o quizás mis nervios habían descontrolado mi respiración más de lo que yo misma percibía. Nos dijo que estaba autorizado a buscar lugares más cercanos cuando fuera necesario. Pasé a un vacunatorio a pocos metros, donde me indicaron que me sentara ya, dejando atrás a varias personas que esperaban su turno.

Nadie protestó.

Después la vacunadora me indicó que tenía que quedarme media hora de espera, adiviné en ella una sonrisa encantadora.

Ese tiempo sentada en el hall del primer piso me permitió ver un constante flujo de personas, algunos con muchas dificultades, otros ágilmente, la gran mayoría con acompañantes. En todo momento había personas indicando los lugares para vacunarse, respondiendo preguntas.

Después de vacunada mi consuegra salimos, cerca del mediodía, llovía. El mismo panorama en las entradas interior y exterior que cuando llegamos, sillas de ruedas, muletas, problemas de desplazamiento.

El sábado 10 de abril, viví una experiencia increíble de civismo de nuestro pueblo, sin mal humor, de aceptación, con plena conciencia que se estaba haciendo todo lo posible por nosotros.

Pero también descubrí que, a pesar del tapabocas, la pantalla, quienes nos atendieron nos regalaron sonrisas desde sus ojos, gestos amables, paciencia y cariño.

Cuando llegué a mi casa me enteré de las razones del atraso, dos destinos de las vacunas y una sola custodia. Se priorizó a los dializados y trasplantados.

Me emocioné pensando en esa elección tan acertada. A nosotros nos costó una hora de espera, para ellos fue reforzar sus defensas tan frágiles.
Pensaba en una de mis hijas trasplantada viviendo en España, todavía sin fecha para vacunarse.

Gracias, Uruguay.

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