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Constitución y menores

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A mediados de 2011 cuando la campaña de recolección de firmas para promover la baja de la edad de imputabilidad se encontraba en pleno auge, escribimos una columna (“La Constitución es inocente”) donde explicábamos los motivos por los cuales no firmábamos el proyecto de reforma de la Constitución y, llegado el caso, tampoco votaríamos la propuesta. Tres años más tarde, a dos meses del acto electoral, parece del caso repasar aquellos argumentos que mantienen plena vigencia.

A mediados de 2011 cuando la campaña de recolección de firmas para promover la baja de la edad de imputabilidad se encontraba en pleno auge, escribimos una columna (“La Constitución es inocente”) donde explicábamos los motivos por los cuales no firmábamos el proyecto de reforma de la Constitución y, llegado el caso, tampoco votaríamos la propuesta. Tres años más tarde, a dos meses del acto electoral, parece del caso repasar aquellos argumentos que mantienen plena vigencia.

La gente está harta de inseguridad y reclama un mínimo de medidas que aseguren paz y tranquilidad para su familia y para ellos. El papel que juegan los menores infractores es alarmante. Algo debe hacerse, pero no estamos de acuerdo con que la solución pase por modificar la Constitución, para consagrar por esa vía, la baja de la imputabilidad en determinados delitos, por la sencilla razón de que es un tema ajeno a la Constitución; corresponde a la ley.

No nos parece adecuado que se utilice a la Carta como lámpara de Aladino para solucionar problemas que no le atañen. La Constitución establece los derechos, deberes y garantías de los ciudadanos, la organización del Estado, sus poderes y funcionamiento y otras normas de carácter general que dan marco al dictado de leyes. Pero no las sustituye. En el futuro también se podrán incluir las edades para el matrimonio o para solicitar el divorcio, porcentajes del PBI que deben asignarse a la Enseñanza o el Ejército, beneficios o castigos para buenos o malos pagadores o cualquier otro asunto. La Constitución no es de chicle. No corresponde incluir en ellas normas concretas para cuestiones puntuales y menos asignarles efectos mágicos. Se desnaturaliza su sentido y menoscaba su jerarquía.

La Constitución es inocente en este tema y el culpable —único— es el gobierno.

Es más. Para el Código de la Niñez y la Adolescencia, los menores de edad que cometen delitos son, a partir de los 13 años (inc. B del art. 74), pasibles de medidas punitivas que llegan a la privación de libertad por un plazo máximo de cinco años. No es que se le considere imputable (el artículo 34 del Código Penal establece para ello la edad de 18 años), pero su conducta puede ser sancionada en base a la responsabilidad penal juvenil. El proceso es tramitado ante una jurisdicción penal especial (Juzgados Letrados de Adolescentes) y el lugar de reclusión son centros especiales, fuera de la órbita de la Dirección Nacional de Cárceles.

El régimen, en la fría aplicación de las normas y en su comparación con la legislación de otros países, en el papel es severo. El problema es que los centros destinados a la rehabilitación y educación del menor infractor no existen o han fracasado. Ello nada tiene que ver con la Constitución, sino que es un problema de gestión del gobierno. Y si no existen o son un fracaso, con la aprobación de la reforma los menores terminarán en el penal de Libertad, en el Comcar o alguna otra preciosura por el estilo, donde sufrirán todo tipo de aberraciones, harán un formidable posgrado en delincuencia y su rencor contra la sociedad se transformará en odio. Si peligroso era cuando entró, al salir será temible.

Empecemos por lo primero: el gran problema de nuestra sociedad es el pavoroso fracaso de la educación. Y mucho más en las zonas carenciadas. Estos gobiernos lavan su conciencia con la simple asignación de dinero a través del Mides, pero poco y nada se preocupan por buscar y promover que los chicos que viven en esos barrios encuentren otro horizonte a través de la enseñanza, que no sea simplemente delinquir. El fracaso del Estado en la materia es estrepitoso y, para peor, lejos de apuntalar los esfuerzos de instituciones y organizaciones privadas para trabajar allí, les complican la vida y no las estimulan. La justicia social no se limita en dar unos pesos a quienes no lo tiene, sino en enseñarles cómo deben hacer para ganar su sustento y mejorar su vida con el conocimiento y el trabajo.

Segundo, si los centros especiales para reclusión, reeducación y rehabilitación de los menores están construidos, son seguros y funcionan bien, esperemos a ver sus resultados. No hay porqué precipitarse y tal vez desaparecerán los motivos para bajar la edad de imputabilidad. Apostemos a ellos y a salvar a los jóvenes, a darles otra oportunidad con toda una vida por delante.

Si no cambian las actuales condiciones, la baja de la imputabilidad servirá simplemente para que los menores inicien antes su vida en el delito, será como un cambio de guardia con el ascenso de los más chicos.

No es, entonces, un problema de edad: es un problema de gobierno. Utilizar la Constitución es pauperizar su contenido y no estamos dispuestos a pagar ese precio.

Por eso no firmamos y tampoco votaremos la baja de la edad de imputabilidad. Una omisión flagrante de un gobierno o su grosera ineptitud para cumplir con sus cometidos no significa que haya que cambiar la Constitución. Parece más bien que lo que hay que cambiar es el gobierno y sustituirlo por otro que respete el derecho de los ciudadanos a vivir en paz, los defienda y cumpla con su obligación de educar a todos los jóvenes.

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Washington Beltrán

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