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El caso de Carmela Hontou

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WASHINGTON BELTRÁN
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A lo largo de estos interminables meses de coronavirus, solo se conocen dos casos que hayan tomado estado público por la enfermedad: Pedro Bordaberry y Carmela Hontou.

El primero porque apenas enterado de que había adquirido el virus, lo hizo público entre sus amigos. El segundo porque ni bien quedó confirmado, tres “amigas” lo difundieron en las redes, con pelos y señales y le enrostraron su presencia en un casamiento al que había concurrido antes de ser diagnosticado. Carmela Hontou, una exitosa empresaria del mundo de la moda, fue crucificada rápidamente y calificada de inmediato como “el caso cero” uruguayo. Algo así como la Eva del relato bíblico que termina induciendo a Adán (y a toda la humanidad) en el pecado original.

El domingo 3 de enero, El País publicó una extensa nota de esa excelente periodista que es Mariángel Solomita a Carmela Hontou. Vale la pena leerla. Sin la presión de las primeras épocas, Hontou contó pormenorizadamente los días previos a su Covid, las fechas de sus viajes a Europa, los pedidos -ignorados- de exámenes médicos, su estado de salud, el famoso casamiento, la noticia de que había contraído el virus y su aparición multitudinaria en las redes que terminaron en los medios de comunicación. Algo de esto (o mucho) ya había sido difundido a mediados del año pasado en el programa “Santo y Seña” que conduce Ignacio Álvarez.

Cuando a Carmela Hontou se le diagnosticó el coronavirus, la enorme mayoría no escuchó o no hizo caso de sus explicaciones y tampoco se conocía mucha cosa sobre el virus, los exámenes para detectarlo y sus distintas formas de atacar. Tampoco las variaciones de síntomas que podrían presentarse e incluso los famosos asintomáticos.

Cómo sería de ignorante en aquel momento el mundo que la mismísima Organización Mundial de la Salud recomendó no utilizar tapabocas (dos meses después se rectificó y promovió su uso).

Pero nada de eso importó y, por momentos, nada de eso importa a la hora de analizar el caso de Carmela Hontou. El tema fue y es “escrachar” a la señora. Y escrachar, en la jerga vernácula de las redes es hacer justicia por propia mano como pregonaba el juez Charles Lynch en el Viejo Oeste de los Estados Unidos, allá por el siglo XIX, pero con procedimientos similares que los “westerns” nos han enseñado: uno grita, azuza y enardece, su furia se contagia a la multitud y el final es imprevisible (o previsible).

Es el linchamiento. Y a ella no se le perdona su “pecado” porque es una empresaria y una empresaria prestigiosa, dentro y fuera de fronteras, en un país donde son muchos los que castigan al éxito y lo mejor que puede hacer aquel que tiene algo es ocultarlo. Y cuidarse. La envidia, como las tres “amigas” de Hontou, empujan para que sufra porque no le perdonan las palmas del triunfo. Pero muchas más se sumaron después.

Vivimos en la era de la mediocridad, de la chatura. Ya ni siquiera se apunta al zócalo sino al subsuelo. El mediocre renuncia a su individualidad y tiene necesidad de incorporarse a los demás, de marchar en grupo aunque signifique renunciar a su pensamiento y a sus ideas. Este fenómeno es lamentable y cuanto más cerca se está de la persona exitosa, mayor es la fobia y el espíritu de destrucción.

El caso de Carmela Hontou es un ejemplo.

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