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Después de la pandemia

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leonardo guzmán
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Es una agresión enorme que todos perdamos seres queridos por causa del Covid-19, que para proteger la salud vivamos distanciados cuando no encerrados y que le inflijamos a los mayores aún mayor soledad que la que normalmente les impone la vida.

Ya es bastante desgracia sufrir este cuadro con los números en su pico más agrio y apenas insinuando que los contagios se enlentecen, como para agregarle a la crisis sanitaria la congelación del repertorio político con un lenguaje que parece preelectoral.

En medio de una lucha sin tregua ni descanso, aparecen los que achacan soberbia al Presidente Lacalle. Son los mismos que no diagnosticaron soberbia en el antecesor, que no iba una semana entera a la oficina, no se hacía interrogar por los periodistas y se marchaba raudo a pescar sin fotógrafos, mientras crecía la desocupación y el Uruguay quemaba su mejor bonanza internacional en el mayor endeudamiento de su historia.

Son los mismos que no sintieron el grado de soberbia que exhibió el otro predecesor, que circulaba, sí, pero protegiéndose de toda responsabilidad tras su coraza fortificada por aleación de banalidades, groserías del pensamiento y lenguaje de letrina.

El gobierno hizo muchas cosas muy bien, entre las cuales merecen aplausos estar respetando la libertad tanto como es posible y haber conseguido que la ola más amarga nos llegase lo suficientemente tarde como para hallarnos en plena vacunación.

Si el cuadro no da para que nos sintamos campeones, tampoco da para que todo lo miremos bajo la dialéctica de unos contra otros ni para que le pongamos signo político a un quehacer noble donde son legión los que trabajan por defender nuestra salud sin preguntarse qué votaron.

La manía de cuantificarlo todo hace que vivamos pendientes de los guarismos de cada día, pero no es legítimo que perdamos de vista que como personas, como ciudadanos y como país estamos llamados a extraer experiencia y salir del semiencierro transitorio con mejor criterio, más humanos y más luchadores.

Dicho de otro modo: hoy importa no solo el recuento sino la reflexión, de cuyos frutos deberá transmutar la muerte, la penuria y la desolación en el humus de una más alta manera de vivir que corrija los excesos que hoy nos dejan sin conexión con servicios esenciales y que capitalice evidencias que estamos padeciendo, tales como que los sistemas informáticos no bastan para tratarnos como gente y que el teletrabajo es a gatas el primo lejano y pobre de la colaboración creadora que se engendra cara a cara.

También tendremos que encarar la posición de altura que merece la ciencia como pensamiento crítico en permanente reelaboración y tendremos que enterarnos de que aquí y en el mundo sus especialidades no saben todo, no resuelven todo y muchas veces marchan a los tumbos y al azar, como anticipó Vaz Ferreira hace más de un siglo y enseñó Feyerabend hace 50 años. Esa indefinición con rasgos de anarquía suena extraña, pero es más deseable que el aprisionamiento de la investigación por grupos sesgados por sus intereses.

A la salida de la pandemia deberemos, pues, tomar impulso no solo en la economía hoy maltrecha sino también en las relaciones humanas y en la reubicación de los actores del pensamiento público, antes y más allá de las banderas partidarias que, agitadas en medio de esta feroz pandemia, apestan.

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