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Sartre desde París

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En la terraza del Café de Flore, en Boulevard St. Germain, donde se sentaba casi todos los días, a unos pocos pasos de Le Deux Magots, donde también se lo veía siempre junto a Simone de Beauvoir, me he sentado a escribir sobre Jean Paul Sartre, a 34 años de su muerte. El tomaba apuntes y se dejaba ir por el mundo de sus ideas en estos dos ámbitos, donde venían para mirarlo. El famoso pensador, cuya biografía (todo un clásico) debemos a Annie Cohen Solal, titulada “Sartre”, fue definido por ella, en la dedicatoria de un ejemplar que me obsequió, como el “hombrecito que quiso poseer el mundo”.

En la terraza del Café de Flore, en Boulevard St. Germain, donde se sentaba casi todos los días, a unos pocos pasos de Le Deux Magots, donde también se lo veía siempre junto a Simone de Beauvoir, me he sentado a escribir sobre Jean Paul Sartre, a 34 años de su muerte. El tomaba apuntes y se dejaba ir por el mundo de sus ideas en estos dos ámbitos, donde venían para mirarlo. El famoso pensador, cuya biografía (todo un clásico) debemos a Annie Cohen Solal, titulada “Sartre”, fue definido por ella, en la dedicatoria de un ejemplar que me obsequió, como el “hombrecito que quiso poseer el mundo”.

Desde aquí, entonces, evoco aquella lejana tarde cuando el filósofo existencialista fue acompañado por 50 mil personas hasta el cementerio de Montparnasse, donde descansa cerca de Baudelaire. Trato de imaginar París aquel día, cuando se palpaba una inquieta efervescencia en el aire y los grupos se detenían aquí, frente a estos dos ámbitos, y los hombres y las mujeres se mostraban deseosos de prolongar aquellos momentos. Todos volvían de sepultar a Jean Paul Sartre y, entre ellos, Bernard-Henry Lévi, quien lo ha contado en su libro “Le siècle de Sartre”.

Aquel hombre pequeñito y bizco, que fue novelista, dramaturgo, ensayista y filósofo de extraordinaria inteligencia, recibió ese día un ceremonial único. Era un mito. Y sin embargo, a medida que el tiempo ha pasado, los existencialistas, tras vaciar el templo, hoy han desaparecido.

¿Cuál fue el secreto de la seducción de Sartre? ¿Por qué la voz seca y metálica del filósofo resonaba en destinos tan singulares? ¿Era un gran escritor? ¿Era un refugio para sus contemporáneos? En medio de las ilusiones, desesperanzas, utopías y acontecimientos de una época de sonido y furia (como la llamó Malraux) se había situado en un lugar muy inteligente.

Educado en la biblioteca de su abuelo, siguió sus estudios en el liceo Henri IV. En 1924 ingresó en la “Ecole Normale Supérieure”; conoció allí a Simone de Beauvoir, su eterna compañera. Formaron una mítica pareja que, desde 1929 a 1980, recorrió el espacio y el tiempo. Los vinculaba la complicidad afectiva y política, y un extraño equilibrio. Lo supimos después, al leer la correspondencia entre ellos dos.

En el siglo XX, un siglo de esperanzas y utopías, Sartre cosechó fervores y repudios a través de una obra embebida en el pensamiento de Gide, Céline, Hegel y Nietzsche. Su resultado fue un tumulto de ideas, pues Sartre pensaba que el existencialismo, doctrina destinada a los filósofos, debía amplificarse, y a ello se dedicó.

Sus libros ayudan a comprender las difíciles relaciones con los intelectuales de su país y la variada recepción que tuvo en Francia. Sartre tomó de los Estados Unidos el lenguaje del cine, de la novela americana y el jazz; y de Alemania tomó la fenomenología. Con estas herramientas edificó su sistema de ideas.

Aquel pensador que interrogó el porvenir quizá fue un solitario y aislado anarquista. Un pensador escandaloso y perturbador, aunque para otros fue una brújula. Todo aquello se ha desdibujado, y hoy comprobamos que el existencialismo desapareció con él.

Cuando lo sepultaron, una antigua amiga suya, para la que él había escrito canciones, dijo: “Un hombre joven ha muerto”. Era Juliette Gréco, y, acaso, aquel fue el mejor cumplido.

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Rubén Loza Aguerrebere

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