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El país del “no hagan olas”

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A fines de la primavera del año 2013 hicimos a vela una travesía desde Punta Arenas a Puerto Argentino (Stanley), en las Malvinas (Falkland Islands).

A fines de la primavera del año 2013 hicimos a vela una travesía desde Punta Arenas a Puerto Argentino (Stanley), en las Malvinas (Falkland Islands).

Al margen de las duras experiencias de mar que vivimos, llegar a la tierra de los kelper me dio otra gran satisfacción no vinculada únicamente con estar en puerto.

El trato recibido por el simple hecho de ser oriental, denotaba en todos los lugareños un gran afecto por Uruguay, una histórica conexión, y una tremenda empatía. Me quedé con la triste sensación de estar abusando de una amabilidad no correspondida por nuestro país, a mi juicio por la mediocre ceguera traducida en una impostada e insensata solidaridad rioplatense en cuanto a nuestra historia reciente con las islas.

Durante los días que pasamos en esas islas pude realmente disfrutar de los valores occidentales de convivencia, allí en los confines verdaderos de nuestra civilización.

Quedé asombrado por el carácter y la determinación de ese pueblo que casi en el fin del mundo muy poco tiempo antes de nuestra llegada se había manifestado contundentemente en las urnas para que su soberanía no fuera afectada por los reclamos de la Argentina. En un acto de ejercicio de la libre determinación según las modernas tendencias del derecho internacional.

El respeto por la ley, la consideración hacia el otro, la educación, la higiene en los espacios públicos y privados, la manifiesta tolerancia política y religiosa, la integración social, y la determinación a defender a cualquier precio su independencia, confieso que me dieron un poco de envidia.

Me hizo pensar que Uruguay hace tiempo dejó de ser aquella “…excepción, una experiencia impar en el cuadro de las casi veinte naciones que al sur de los Estados Unidos cumplían a tropezones su trayectoria histórica (...) salvado por una conjunción feliz de meteoros, de todas las maldiciones histórico-sociales que tanto pesaban sobre buena parte del continente”, como decía Real de Azúa en el Impulso y su freno.

La verdad es que un poco a la ligera creí que todo eso era cosa de ingleses y que era imposible para un país como el nuestro alcanzar estos estándares de valores y de convivencia.

Volví, di vuelta la página, me enrosqué en lo de todos los días, y otra vez me acostumbré a flotar en nuestra decadencia colectiva.

A mediados de otoño de este año, con un gran amigo y experto marino intentamos, sin lograrlo, darle la vuelta al Cabo de Hornos, también a vela, zarpando desde Ushuaia, por el canal de Beagle y luego cayendo al sur. Las condiciones climáticas no nos dejaron cumplir nuestro derrotero a muy pocas millas del objetivo, pero esperando el buen tiempo que nunca llegó, pasamos algunos días en Puerto Williams y en Puerto Toro. Ambos en Isla Navarino, Chile, siendo los asentamientos humanos más australes del mundo, con la excepción de las bases antárticas.

Otra vez la misma sensación: verdaderos y afianzados valores occidentales de convivencia, allá abajo, donde todo se termina, donde la naturaleza reina en todo su esplendor y en toda su dureza.

Esta vez no era cosa de ingleses adelantados, era de chilenos, tan americanos como nosotros.

Pero mucho más espabilados, obvio.

Me puse a pensar en la probable existencia de algún denominador común entre Chile y Gran Bretaña que explicara su occidentalidad extrema (hasta en lo geográfico), en comparación con nuestra occidentalidad relativa y devaluada, y solo encontré uno: son pueblos con carácter, que saben seguir el rumbo marcado.

Se necesita carácter para defenderse de la prepotencia, aún hasta de la diplomática; y se necesita carácter para haber sufrido lo que han padecido los chilenos en los últimos cuarenta y cinco años y aún así ser capaces de fijar políticas de Estado consensuadas e insertarse en el mundo como lo han logrado.

Ninguna de las dos tareas es para flojos.

Conclusión: aquí nos falta coraje, nos falta determinación.

Sabemos que algo está mal, sabemos que las cuentas no nos cierran, y los que no lo saben lo intuyen, y aún así no hacemos nada por empezar a cambiar.

Nos quedamos atornillados en la comodidad sedentaria del no hagan olas, del volar por abajo del radar. Y si alguno de nuestros dirigentes nos llama la atención, lo ignoramos. Si alguien propone una idea diferente a las aceptadas por el statu quo imperante, ni lo escuchamos, la desechamos sin más, razonando desde el fondeo corto en el que estamos.

Perdimos nuestra capacidad de autocrítica y de crítica. En algún punto de nuestra historia, la inexistente pero mítica e inservible garra charrúa se terminó de desvanecer y afloró nuestro verdadero ser.

Un país frustrado por el batllismo masificador, un país avasallado por los herederos del batllismo que con una bipolaridad incomprensible nos han dejado de rodillas ante el mundo, sin permitirnos integrarnos plenamente a él como han hecho los chilenos.

Un país con miedo al éxito producto del trabajo o la constancia, y muy proclive a festejar el éxito producto de la casualidad, del talenteo, o de la suerte.

Ojalá recuperáramos algo de valor y de carácter, como el valor que tuvimos en el pasado para decir que no a la instalación de bases militares extranjeras, el valor que tuvimos para romper relaciones diplomáticas con regímenes autoritarios, el valor que tuvimos para no hincarnos ante la prepotencia económica internacional, y lo transformáramos actualizándolo a los problemas de hoy, en valor para decir que no a asuntos como traer presos de Guantánamo, para decir que no a cuanto requisito violatorio de nuestra soberanía nos imponen las organizaciones internacionales, y para decir que no a los de adentro cuando se descuelgan con propuestas zafadas de toda lógica y que nos hacen transpirar a todos.

Las cosas tienen que cambiar, debemos salir de la modorra, y el cambio debe venir por replantearnos la forma en que entendemos nuestra convivencia.

¿Nos conviene pensar nuestro presente y futuro como pensamos nuestros primeros y últimos doscientos años en términos de voluntarismo cuasi jacobino? ¿O llegó la hora de pensar como Madison, Jay, o Hamilton? Poniendo el foco en el desarrollo, en la libertad y en la dignidad del país y de los hombres.

Cumpliéndose 100 años de la gran hazaña de la Expedición Imperial Transantártica, a veces pienso que nuestro país clama por un Ernest Shackleton que nos lidere y también nos saque del apuro.

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Tomás Teijeiro

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