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TOMÁS TEIJEIRO
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A pesar de la modorra veraniega ya se respira un aire diferente en Uruguay.

La elección de un nuevo gobierno que pone fin a quince años de hegemonía frenteamplista deja en evidencia hechos simples de nuestra vida cívica que para muchos por razón de su edad, o de costumbre, son nuevos, o casi desconocidos. Pero que a la luz de los acontecimientos políticos que abundan en la región, conviene remarcar. En tiempos de redes sociales, globalidad (ojo con esto), demandas insatisfechas, dudas sobre la democracia, y descontento general, hay cosas que cuidar, y mucho: nuestras instituciones y nuestra patria.

Primero. Las elecciones, el proceso que las precede, y su resultado que determina quien gobernará por los próximos cinco años no son una justa deportiva con ganadores y perdedores. Son la máxima expresión de la democracia republicana, y el resultado de las mismas es un mandato que se debe acatar con diálogo y paz por parte de todos los actores políticos. Como siempre se hizo en este país. Y esto, como otra veces lo he dicho (al sostener por ejemplo que el Presidente Vázquez es también mi Presidente y por eso siempre espero que le vaya muy bien), resulta de que quienes son electos gozan de lo más sagrado que puede recibir un servidor público que es la legitimidad de hecho (por ser electo) y de derecho (por haber cumplido con un proceso electoral intachable) para ejercer el cargo.

Así, con gobernantes electos de acuerdo a procedimientos legales, y legitimados para ejercer la autoridad mediante lo que determina el Estado de Derecho que otorga marco a nuestra democracia republicana donde la ley siempre está por encima de lo político, toca poner el foco en lo que se viene. Preparar un nuevo gobierno para todos, y comenzar con esa tarea.

El segundo hecho a remarcar luego de tres lustros de deriva izquierdista, es que lo que esta por llegar es un gobierno de ideas, y no de ideologías.

Así dicho, parece la típica preocupación teórica de alguien aficionado a la ciencia política. Pero puedo asegurar que no es así, dado que esto es algo medular, y de gran importancia práctica. Es obligación moral resistir con coraje la hegemonía cultural socialista que patalea desesperada por el resultado electoral en clave cuasi deportiva. Y la manera de plantar cara en este momento a esa visión excluyente de la cosa pública, no es otra que demostrando nuestra capacidad de diálogo y apertura sin dogmas. Tal como lo viene haciendo el gobierno electo. Lo posible como materia prima.

Los gobiernos ideológicos, como los de la era FA, tienen por principal signo el de pasarse persiguiendo utopías. Y esto siempre planteado en clave romántica haciendo foco en una supuesta rebeldía radical que solo esconde planificaciones artificiales. Planificaciones cargadas de falsa superioridad moral, en onda nosotros versus ellos, cuando está claro que solo existe un nosotros: los orientales todos.

Un gobierno de ideas, como el que se viene es todo lo contrario al delirio excluyente colectivista. Porque entiende con claridad que lo relevante es la dignidad del individuo (que no tiene nada que ver con el individualismo), es decir el papel fundamental del hombre como elemento central de la sociedad (donde no prima lo colectivo y masificador). Así la persona recupera su lugar preeminente en la vida social, y por ende sus derechos fundamentales de vida y libertad (con todos sus derechos conexos) son atendidos en consonancia con la justa moralidad que la cosa pública requiere al atender una justicia distributiva que no se funda en el conflicto de clases, sino en el desarrollo. Recuperar la moralidad en las discusiones públicas es algo fundamental, dado que el fin nunca justifica los medios. Es por esto que al devolver a la persona su lugar de centralidad, la planificación artificial, propiamente ajena a la antropología humana, queda caduca. Como siempre ha estado.

Y así llegamos al tercer punto. ¿Cómo enfrentar los desafíos que se aproximan? Desde hace un tiempo venimos mal apañados. Se nos hizo costumbre que los principales temas de nuestra sociedad fueran abordados con liviandad nominal y carencia de seso. Es decir, primó siempre el relato, y la falsa obligación de marcar como cumplido cualquier mandato de la agenda progre internacional. Así compramos espejitos de colores que van desde lo financiero y lo tributario, a la perdida de soberanía, y al manejo de la libertad de las personas en sus esferas más íntimas. Es hora de pasar página.

Uruguay necesita una nueva forma de encarar los problemas. Una manera disruptiva de hacer frente a los mismos, que cuente con las mejores herramientas intelectuales.

La utopía planificadora demostró que su eficiencia solo se centra en generar más inequidad, exclusión, e inseguridad. Ya probó que las sociedades no avanzan a golpe de ley, sino que retroceden.

En tiempos duros siempre existe la tentación de acudir a las soluciones que parecen más simples, de ser rápidamente pragmáticos engañados con la ilusión de que así se logra más eficacia. Pero si hay algo que está bien claro en este mundo vertiginoso, es que el que se apura pierde. Podrán ir ligeras las cosas, pero cuidado con precipitarse. La filosofía en la vida pública, en la cosa política, es hoy más necesaria que nunca. Nunca debe perderse de vista que en las cuestiones que importan a la sociedad toda lo fundamental son los problemas de fondo, y estos generalmente existen por alguna deficiencia en el manejo del sistema de valores que nos damos.

Poner tecnicismos (que son útiles y necesarios pero accesorios) por encima de una visión profundamente humana (y por ende filosófica) de la problemática social, es caer en el pecado del voluntarismo más rabioso. Es desviarnos por el camino del fracasado colectivismo sudaca que nada bueno ha aportado a nuestro continente.

Uruguay no puede perder su identidad fundamental, que se ha centrado siempre en su respeto a la persona, al desarrollo del individuo, a sus instituciones, a la democracia, a la equidad y justicia como faro de esta sociedad. Una vez más tenemos la oportunidad de ser ejemplo para el mundo. Hagámoslo.

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