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Es Cristo que pasa

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TOMÁS TEIJEIRO
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Temprano en la mañana pamplónica, en medio de la alegría por las fiestas, y previo a emprender la corrida delante de los toros, los mozos concentrados en lo que vivirán a continuación se encomiendan cantando: “a San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro, dándonos su bendición, ¡viva San Fermín!”. Entiendo que esto sirve de alegoría para lo que pretendo expresar, en cuanto pone en una imagen reconocible, algo que muchas veces no visualizamos. Que la vida misma no es más que una experiencia de Dios en su sentido más amplio y aunque muchas veces no espabilemos que es así. Vaya si hay una gran analogía entre la guía por la que imploran los mozos, y la que se necesita para transitar por esta tierra.

El relativismo ha pretendido dejarnos huérfanos de creencias y de Dios a golpe de una soberbia mal fundada en su racionalismo rengo y secularizador a ultranza que de buenas a primeras se quedó corto para explicar las cuestiones fundamentales de la peripecia humana. Hoy solo se sostiene, aunque parezca broma, de manera dogmática. Su fracaso en las sociedades libres es tan estrepitoso, que vemos como muchas de ellas, por caminos por cierto a veces diferentes a los tradicionales, buscan la manera de acercarse a lo trascendente. Y esto es la consecuencia de una verdad ineludible: cuanto tiene el hombre de libre, cuanto tienen las sociedades más avanzadas de libertades y derechos, se lo deben principalmente a Dios y a su Iglesia. Donde está Dios la vida es mejor. Es por eso, que, en este mundo de inmediatez, de use y tire, y de saltar de una realidad virtual a otra click mediante, se hace cada vez más necesario preguntarse: ¿Y Dios? Importa tratar de ver dónde está, y darse cuenta que el don de la vida del que disfrutamos no es otra cosa sino Cristo que pasa.

Vivimos una época de adelantos tecnológicos, en la que a pesar de las inequidades existentes, el mundo es muchísimo mejor de lo que era solo hace unas décadas. Y a pesar de esto, priman aún entre nosotros grandes males, que atentan, tanto como lo hicieron los nefastos totalitarismos del Siglo XX, contra la propia naturaleza del ser humano. De la mano de agendas que nos desnaturalizan y nos alejan de nuestra esencia, por momentos parece que la cultura de la muerte prevaleciera sobre la de la vida.

No entraré en ningún tema polémico, porque no quiero focalizar en eso el cerno de esta columna que no es más que plantear la necesidad de incluir a Dios en nuestra vida para encontrarle sentido a la misma. San Josemaría decía que en la línea del horizonte parecen unirse el cielo y la tierra, pero que donde de verdad se unen es en los corazones de quienes viven la vida ordinaria cerca de Dios.

Por eso preguntarse por Él, y determinar qué papel juega en el diario devenir es algo tan relevante. “Solo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado”. Esa paz y esa libertad, que han sido tan caras a Occidente, y que son el mejor legado de la Cristiandad al mundo nos obligan a seguir trabajando por sociedades que disfruten cada vez más de libertades plenas, libertades fundadas en la sana crítica, inclusivas, respetuosas de los derechos de todos, y básicamente de los derechos fundamentales que emanan de la ley verdadera, como la vida, que no puede ni debe ser retaceada en ninguna circunstancia. Sociedades maduras donde se pueda discutir en forma leal, donde no primen ideologías que cercenan ideas y creencias, y ponen, por ejemplo, laicismo sobre laicidad en forma ideológica, arbitraria y dogmática. Nada se puede cimentar sobre una lógica de vencedores sobre vencidos. Porque no es así como se construyen relaciones humanas sanas. San Ignacio, citando el Evangelio decía “¿de que sirve ganar el mundo, si al final pierdes el alma?”. La frase del santo español toma inusitada vigencia en esta época donde se vale aplastar creencias milenarias por no contrariar el postureo de lo políticamente correcto, donde todo se ofrece y se tiene cada vez más a la mano, donde se accede con mayor facilidad a bienes materiales antes casi inalcanzables, pero donde lo verdaderamente importante se aleja a la misma velocidad con que se anuncia la llegada del próximo smartphone. El Cardenal Sturla refería que la fe cristiana aporta un sentido global de la vida, que nos ayuda a enfrentar las consecuencias del mundo moderno y de la fuerte secularización histórica de nuestro país, que de alguna manera provocan que lo espiritual y lo religioso cristiano queden medio apagados, lo que ha creado sin duda cierto vacío existencial.

Es tarea pendiente la de trabajar para que ese vacío no sea tierra fértil para que campeen aquellas ideologías que teñidas de falso progresismo y modernidad desnaturalizan la verdadera esencia del ser humano. Aquella que tiene su raíz precisamente en el don primigenio que Dios nos dio, y que sin flaquezas ni mareos debemos respetar y defender.

Juan Luis Segundo enseñó que “Dios quiso hacer un mundo donde tuviera en los hombres interlocutores libres, capaces de decisión, o sea, cooperadores creativos en un proyecto común a ambos. Cada ser humano está estructurado para inventar su propio camino”, radicando precisamente aquí uno de los principales agujeros en el prepotente discurso relativista, en cuanto no logra dimensionar el verdadero uso que el hombre debe hacer de la razón. Benedicto XVI decía que la razón no se salvaría sin la fe, y que la fe sin la razón no sería humana. En esta sentencia, el Papa Emérito resumió el fin de un antagonismo imaginario que se alimentó con fines políticos desde la ilustración, y dejó patente que la existencia del hombre no es producto de la casualidad y/o el caos, sino de un proyecto creador más grande. El proyecto de Cristo, que pasa entre nosotros.

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