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Anso

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TOMÁS TEIJEIRO
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Escribo estas líneas apenado por la reciente muerte de un amigo. Alguien que supo marcar para bien a quienes tuvimos la dicha de conocerlo. Y que aún con su partida supo dejarnos una enseñanza póstuma, que sirve para reflexionar sobre la importancia de nuestros actos cotidianos.

Una de las grandes ventajas que tiene vivir en un país pequeño como Uruguay es la posibilidad de conocer de cerca a personas destacadas en los más diversos ámbitos. Algunas son notorias, y sus éxitos y sus fracasos se hacen públicos y muchas veces terminan siendo ejemplo de lo que en el momento el “deber ser” de lo políticamente correcto marca como el estándar del comportamiento esperado. Otras veces determinan el modo de actuar debido, ceñido a los valores verdaderos, sin importar la corrección política. Las luces y las sombras de la notoriedad hacen tendencia, y muchas veces para bien. Indican lo bueno y lo malo, y creo que a este mundo relativista en que nos encontramos inmersos no le viene nada mal un poco de señalética binaria, que diga esto sí, esto no. Porque de eso tratan precisamente los valores inmutables que toda sociedad debe tener para mantenerse sana, de absolutos, y no de relativos. El respeto a la vida no admite medias tintas, a la libertad tampoco. El honor, la honestidad, la solidaridad bien entendida, el compromiso, la responsabilidad, la caridad, la amistad, no se miden en grados. Son o no son.

Los tiempos de hiperconectividad mediática en que vivimos nos han distorsionado la percepción en algunos aspectos. Y uno de ellos es el de la empatía con el otro, el del ejemplo mediato que no es notorio públicamente, el de los pequeños actos cotidianos que mejoran la vida de los demás en silencio. Que ayudan a corregir el rumbo a aquel que puede estar derivando.

Heber Ansorena fue una de esas personas que no pasan desapercibidas en la existencia de quienes lo conocimos. Vivió su cotidianidad en forma virtuosa, haciendo mejor la vida de quienes nos cruzamos con él. Combinando lo mejor de la excelencia deportiva con la sencillez, la cercanía, y la discreción.

Creo que no es necesario referir a su extensa y proficua carrera dedicada a practicar y enseñar vela. Sus logros deportivos fueron muchísimos, pero no temo equivocarme al aseverar que fueron muchos más sus logros como persona.

Contagió el amor por el mar, la navegación y la vela a muchas generaciones. Fue mentor de los mejores. Pero como comentábamos con otro profesor en ocasión de su muerte, quizá la lección más importante que nos dio a todos, no fue en el mar, sino que fue en el varadero. Anso enfrentó la adversidad de su terrible enfermedad con total normalidad y buen talante hasta el final, sin escatimarnos nunca su sonrisa, sin dejarnos huérfanos de su consejo, sin que pasara un día en que no animara a sus alumnos a ir al agua, sin que se le pasara el detalle de enviar un whatsapp comentando esto o aquello en lo que podías mejorar. Cascoteado físicamente, pero entero en carácter y afecto, no permitió nunca que su alma flaqueara, y siguió entregándose con generosidad. Fue un pilar formador de niños, jóvenes, y adultos. Literalmente un faro para los navegantes, que supo brillar con toda su intensidad desde la Escuela de Vela como Head Coach del Yacht Club Punta del Este.

Nos brindó un gran ejemplo de entereza ante la adversidad. Nos enseñó hasta el final el significado de los viejos principios, de los antiguos códigos que nos hacen funcionar mejor en sociedad, y que cruzan en forma transversal los sistemas de valores de todas las creencias: vivir tratando de empatizar con el entorno. Nos hizo añorar tiempos mejores, de una sociedad menos digital, pero mucho más humana y cercana.

A modo de homenaje transcribo el siguiente poema. ¿Qué mejor tributo que una estupenda poesía sobre un gran navegante, para despedir a un grande del mar, que nos dejó dando el ejemplo de cómo capear con dignidad el peor de los temporales?

Ulysses, de Alfred Lord Tennyson:

“He allí el puerto; el barco hincha la vela; crecen las sombras en los anchos mares. Marineros míos, almas que os habéis afanado y forjado junto a mí, que conmigo habéis pensado, que con ánimo de fiesta habéis recibido el sol y la tormenta y les habéis opuesto frentes y corazones libres: sois viejos como yo; con todo, la vejez tiene su honor y sus esfuerzos; la muerte todo lo acaba, pero algo antes del fin ha de hacerse todavía, cierto trabajo noble, no indigno de hombres que pugnaron con dioses. Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces; se apaga el largo día; sube lenta la luna; el hondo mar gime con mil voces. Venid amigos míos, aún no es tarde para buscar un mundo más nuevo. Desatracad, y sentados en buen orden amansad las estruendosas olas; pues mantengo el propósito de navegar hasta más allá del ocaso, y de donde se hunden las estrellas de occidente, hasta que muera. Puede que nos traguen los abismos; puede que toquemos al fin las Islas Afortunadas y veamos al grande Aquiles, a quien conocimos. Aunque mucho se ha gastado mucho queda aún; y si bien no tenemos ahora aquella fuerza que en los viejos tiempos movía tierra y cielo, somos lo que somos: corazones heroicos de parejo temple, debilitados por el tiempo y el destino, más fuertes en voluntad para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse.”

Hasta siempre Anso, aquí estaremos, con una mano en el timón y otra en la escota.

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