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...Y además democracia

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tomas linn
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El mundo se pregunta qué pasará con la economía y cuán dramáticas serán las consecuencias sociales una vez pasada la pandemia. Está bien que lo haga. Pero no se está preguntando si ella tendrá efectos sobre la solidez de las democracias.

Una crisis permite ver si emergen liderazgos sólidos o dónde estos liderazgos se basan solo en el incremento de poder personal. Esto ya se está viendo con la pandemia, aunque en los últimos años el deterioro de los valores democráticos ha sido creciente y notorio. El virus solo aceleró algunos procesos.

Un liderazgo positivo es el de Angela Merkel en Alemania, sobre el final de un largo gobierno. Su liderazgo vuelve a impresionar ya que con prudencia, aplomo y serenidad (tres virtudes propias de quien cree en el ingrediente liberal de una democracia) viene sorteando la complicada situación sin que se le desborde.

Por el contrario, Víktor Orbán en Hungría pidió poderes especiales (como si los que ya tenía no le alcanzaran) fortaleciendo aún más su impronta dictatorial. Un fenómeno que empezó antes de la pandemia y que ocurre no solo en Hungría, sino también en Polonia y en la Turquía de Erdogán.

En nuestra región el panorama es diverso. A pocos meses de asumido el gobierno argentino, llegó la pandemia. Pero más allá de cómo se la enfrentó, los complicados problemas argentinos son previos al coronavirus.

Uno de ellos es la incapacidad de superar su profunda “grieta” iniciada con los Kirchner. Otro es la comprometida situación económica resultado de una sucesión de “herencias malditas”: la que los Kirchner le dejaron a Mauricio Macri y, al no resolverla, la que este le dejó a Alberto Fernández. Otro problema no menor es la solapada puja interna entre el presidente y la vicepresidenta.

Por fortuna, en casa las cosas son más fáciles. El presidente Lacalle Pou ha ido mostrando un particular liderazgo desde las internas y durante la transición, que se consolidó por la forma en que viene administrando la epidemia y sus secuelas sociales y económicas. Otra vez la fórmula es sencilla: prudencia, serenidad y aplomo con un gobierno de coalición alineado detrás suyo, pese a que son cinco partidos de diferente perfil.

Asusta sin embargo la situación en Brasil. El presidente Jair Bolsonaro, que llegó al gobierno como resultado del profundo desprestigio en que cayó el partido liderado por Lula da Silva, manejó la pandemia en forma contradictoria, sin una posición coherente y hasta se desprendió de su propio ministro de Salud, que encabezaba la estrategia para controlar la expansión del virus.

Más grave aún, Bolsonaro alienta a sus seguidores a enfrentarse al Supremo Tribunal y al Congreso Corte en una actitud provocadora que parecería buscar un golpe de Estado. Su desprecio a las instituciones y el deseo de que estén a su servicio encuentran similitudes con lo que hace casi dos décadas vienen haciendo Chávez y Maduro en Venezuela.

Con un país de instituciones más sólidas, también en Estados Unidos el presidente Donald Trump quiere tapar sus propias culpas en el manejo de la crisis sanitaria y para ello recrimina a China y a la OMS. Es verdad que el manejo de la epidemia en China fue oscuro y que la OMS cometió errores iniciales al no percibir la gravedad de la situación. Pero Trump subestimó la pandemia por su propia cuenta, todavía no la entiende y por lo tanto le viene bien culpar a otros.

No se quedó solo con eso. Soliviantó a su gente para oponerse a medidas tomadas por los diferentes estados (federales y autónomos), no siempre de acuerdo con sus cambiantes recomendaciones.

En Brasil, el triunfo de Bolsonaro y las razones por las cuales perdió el partido de Lula, ya indicaban desde antes una crisis respecto a los valores democráticos.

En Estados Unidos, una “grieta” propia y anterior a la epidemia, venía horadando la democracia en la medida que se despreciaban normas no escritas del funcionamiento político.

Trump no inició este proceso, pero desde que comenzó su período se destacó por la forma antojadiza de manejarse y de despedir a muchos de sus asesores y ministros, uno tras otro. No muestra, pues, el aplomo necesario para confrontar la crisis sanitaria.

Pero su soberbia y su modalidad arbitraria lo llevan a que pretenda imponerse con voz de mando sobre gobernadores y legisladores e incluso amedrenta e insulta a periodistas. Sobre este fenómeno se extendieron los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro “Cómo mueren las democracias” que ya fue recomendado en estas páginas por Juan Martín Posadas.

El tan ilusorio mapa de expansión democrática de los años 80 se ha reducido y esto no empezó con la pandemia, aunque ella podría acelerarla.

Importa entonces que aquellos líderes serenos, no autoritarios, con sensibilidad ante el drama que se vive en lo sanitario, social y económico, mantengan la calma en medio de la tormenta. Y terminen por demostrar que solo ese tipo de liderazgo consolidará la democracia, aún en aquellos lugares en que está en crisis.

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