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Cada cinco años los romanos elegían dos censores que ejercían la Censura, una magistratura extraordinaria para combatir los desvíos de conducta. Duraban un año y tenían el poder de remover y procesar a cualquier funcionario sin importar su jerarquía por actos de corrupción.

Cada cinco años los romanos elegían dos censores que ejercían la Censura, una magistratura extraordinaria para combatir los desvíos de conducta. Duraban un año y tenían el poder de remover y procesar a cualquier funcionario sin importar su jerarquía por actos de corrupción.

La corrupción ha existido siempre. No necesariamente se refiere al enriquecimiento personal de un jerarca, de sus amigos o de sus secuaces, sino a una forma de encarar la vida pública tanto partidaria como de gobierno; de comprar dirigentes por posiciones o privilegios o de entenderla como una herramienta para la construcción de alianzas y lealtades provisorias vinculadas a alcanzar o mantener el poder.

En la Revolución de Francia en 1830 (también llamada la “Revolución de julio” o “Las tres gloriosas”), el viejo cardenal Talleyrand se sentó en la ventana, y al escuchar las campanas al vuelo que anunciaban el fin de los motines exclamó: “¡¡Ganamos!!”. Su asistente le preguntó: “¿quiénes ganamos mi príncipe ?”; y Talleyrand respondió: “mañana te diré quienes ganamos“.

Parecen palabras de estos tiempos, porque hoy en día no se sabe quién gana o quién pierde. Qué lealtades juegan, que sentido de la transparencia prevalece y quiénes son los que administran ese mañana y el precio que paga la sociedad.

Me adelanto a afirmar que el Estado de Derecho es el sacrificado; y por eso es el centro de nuestras preocupaciones diarias.

Durante el Gobierno anterior, el “colesterol” de la anarquía obstruyó las arterias institucionales respondiendo a una pensada decisión de degradar el valor de la ley en sintonía con un populismo instalado en cercanas y lejanas vecindades.

El resultado muestra un vicioso escenario en el que el pueblo recibe el mensaje de que el bienestar común es el principal objetivo; que el mal y el bien se simplifican entre derecha e izquierda; que los derechos humanos son defendibles en función de quién es el que los viola y quién es el que sufre la violación; que el entretenimiento pasa a ser un modo de vida que coloca la diversión, la frivolidad y el narcisismo por delante de cualquier valor del espíritu.

Hemos llegado a un punto en que no sabemos qué elegir; cuales son nuestras referencias; qué significa el éxito o el fracaso; como se mide la fuerza moral de la familia en la comunidad y, en definitiva, en que consiste nuestra misión de mejorar la aventura de vivir.

El Estado de Derecho es un objetivo de orden moral, un acto de fe en la Justicia y en los derechos fundamentales del hombre. Es un ideal con base en la libertad y la tolerancia, regido por principios constitucionales aprobados por la soberanía popular.

Por eso la Constitución es un plebiscito cotidiano del pensamiento republicano, que se resume en la frase de Artigas inscripta en la Asamblea General: “ mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”.

Sin embargo, no todos comparten esta idea, y muchos lo ocultan deliberadamente. Y eso, porque para el sindicalismo marxista y sus aliados políticos, el Derecho es una superestructura edificada sobre una base económica y, como tal, un instrumento de la burguesía para explotar al proletariado.

Por tanto, cuando se dice que lo político está por encima de lo jurídico, se afirma que el Derecho es un valor secundario, porque se lo identifica como un arma al servicio de fines innobles. Y no es una frase!

En tal sentido, la mayoría de los dirigentes del Frente Amplio, siguen las enseñanzas del propio Lenin que en sus obras escogidas expresaba: “la sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta que exige disciplina, firmeza y una voluntad única”.

Eso explica la reacción, en estos días, de un histórico sindicalista que se resistió a convivir con la intolerancia de los que creen en la lucha de clases y quieren imponer la dictadura del proletariado.

En consecuencia, la opción de la ciudadanía sigue siendo “entre la libertad y el despotismo“; situación que nada tiene que ver con los tétricos ajustes de cuentas entre los Amodios y los violentos de antes, que paradójicamente, llegaron al poder utilizando los despreciados instrumentos de la democracia burguesa que tanto se empeñaron en destruir.

De ahí que lo principal no se resuma en elegir entre candidatos o políticos profesionales (esa “casta” tan despreciada por algunos). Por lo contrario, la energía debe centrarse en el trabajo diario de construir ciudadanía; en exigir como ciudadanos y contribuyentes el rescate de valores que hacen a la esencia de nuestra democrática forma de vida; y ello como paso previo a colorear divisas o a pensar en tempranas candidaturas.

La indiferencia ciudadana es un dato de la realidad, que ha llevado a la mayoría de la sociedad a sentirse ajena a toda responsabilidad pública; a la que debe agregarse la actitud de la mayoría de los jóvenes que se refugian en el individualismo y se limitan a censurar a los actores políticos igual que los censores romanos, pero desde una despectiva lejanía.

Todo este desafío no es una tarea fácil.

La ciudadanía no se delega ni se ignora, se practica con convicción y firmeza. Y si no lo hacemos vendrán los salvadores que a cambio de nuestra libertad nos harán la promesa de restaurar lo que perdimos. Y ya sabemos lo que esto implica.

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Sergio Abreu

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