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¿Imbéciles o idiotas?

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La comprensión, la solidaridad y la cooperación son virtudes que naturalmente deben instalarse en toda comunidad.

La comprensión, la solidaridad y la cooperación son virtudes que naturalmente deben instalarse en toda comunidad.

Esto siendo así, no es lo que particularmente se percibe en muchos países de nuestro continente; y ello debido a que actualmente nuestras sociedades fluctúan desde un colectivismo dogmático y autoritario, hasta otro en el que prevalece un individualismo exacerbado, tan egoísta como ajeno a la incorporación de valores comunes.

Frente a esa polarización creciente, la racionalidad pierde sentido y las emociones, si bien nos ayudan a entender la realidad, son incapaces de impulsar los cambios realmente necesarios.

A esta altura el lector estará pensando que un cierto delirio nos ha ganado, y que son tantos los problemas de su vida diaria que no vale la pena detenerse a filosofar por estas abstractas cuestiones del espíritu.

Sin embargo, un toque de atención nos hará ver que vivimos en una sociedad democrática de una enorme superficialidad.

Y que eso nos afecta aunque no lo podamos percibir con claridad. ¿Por qué? Simplemente porque todos necesitamos sentir que pertenecemos a algo; a nuestros vínculos familiares más cercanos; a organizaciones que nos hacen más humanos y a todo aquello que nos puede transmitir la importancia de compartir valores como la tolerancia y el respeto que hacen a la tan invocada libertad.

Pero lamentablemente, en estos tiempos, ese sentido de pertenencia se nos viene esfumando peligrosamente debido, fundamentalmente, a nuestras propias actitudes.

Las mayorías comienzan a tener la convicción de que nada se puede hacer por modificar la realidad; que a esta altura poco importa quiénes nos gobiernan; que los políticos son un mal necesario que viven para sus privilegios y ajenos a los problemas de sus representados; más aún, que la corrupción es una condición inherente a la función pública y que involucrarse más en estos círculos malsanos es la mejor manera de perder el tiempo.

El resultado es muy fácil de comprobar. Los legítimos vencedores en una elección democrática sienten que su misión va más allá de un período de gobierno y que, por lo tanto, el poder hegemónico es su principal objetivo, mientras que la separación de poderes y en especial una Justicia independiente, son un insoportable obstáculo a los igualitarios fines que persiguen.

Lo que se denomina “populismo” es entonces su expresión natural, sobre todo en ciclos económicos en que “el viento de cola” de la economía internacional permitió obtener mejores precios para nuestros productos y disponer de más recursos para gastar en un disfrazado clientelismo político.

En todos los tiempos la realidad ha sido tan tozuda como los números, porque en ninguna familia, empresa, club deportivo y menos en un país, se puede gastar más de lo que ingresa pensando que lo que los favorece desde afuera no va a sufrir cambios.

De allí que poco se necesita para llegar al default de un Estado y a una crisis económica irreversible, incluyendo una corrupción instalada hasta en el corazón de aquellos Partidos que se definen como defensores de la causa de los más necesitados.

Pero esto no sucede solamente por responsabilidades ajenas, ni tampoco tiene que ver con etiquetas mentales que clasifican entre izquierda o derecha a las diferentes opiniones que existen en cualquier sociedad por alcanzar su prosperidad.

La realidad de que los que plantean todos los días sus quejas sobre “cómo va el país”, comentan una y otra vez que “esto no da para más” y preguntan “cuándo llegará el día de sacarlos”, son los mismos que viven de espaldas a la sociedad política, los que les transmiten a sus hijos que el mejor camino es hacer plata, y que siempre es mejor financiar la campaña de un amigo que pensar, actuar y participar en la mejora continua del sistema.

Para eso no hay bastones (o báculos) que se utilicen con el objetivo de preservar valores o de aportar esfuerzos para incidir desde adentro en muchas de las decisiones que motivan tanto descreimiento en personas e instituciones.

Fernando Savater, el notable filósofo formador de jóvenes, en sus dos libros dedicados a su hijo: Ética para Amador y Política para Amador, le dice que los filósofos griegos definían la “imbecilidad” como la ausencia de un bastón en el que deberían sostenerse las ideas por las que cualquier persona debe luchar; y calificaban como “idiotes” a los que no se metían en política y, por tanto, no eran capaces de ofrecer nada a la sociedad.

En una impactante conclusión le decía: “me atreví a decirte en mi primer libro que la única obligación moral que tenemos es no ser “imbéciles”, y resumía su segundo libro en tres palabras, que consideraba quizás un poco agresivas: “no seas idiota”, y lo digo, agregaba, “con un tono de buen humor porque creo que hay cosas serias pero no creo demasiado en las personas serias (sobre todo en quienes fruncen el ceño como signo de autoridad respetable)”.

Esto va para todos nosotros (sin excepciones) porque lo que está en juego en los populismos de moda son cuestiones de fondo que hacen a la libertad, a la tolerancia y a las oportunidades que cada sociedad le ofrece a su gente.

De tal modo que hay que procurar que la última palabra nadie nos la quite o la diga en nuestro lugar; es decir, que no podemos permitirnos ingresar en las categorías de “imbéciles” o “idiotas”.

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Sergio Abreu

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