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Artigas en el Paraguay

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SERGIO ABREU
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En estos días se conmemoran los 200 años del ingreso al Paraguay de nuestro derrotado prócer Artigas, a la tierra donde murió por decisión propia 30 años después.

Un viejo amigo, preguntado sobre la viabilidad del Uruguay respondió: “al Uruguay no lo discuto, lo peleo”. Lo mismo hizo Artigas desde 1811 cuando aceptó ser el Jefe de esos orientales que al hacer uso por primera vez de su soberanía, declararon “roto el lazo” que los ligaba con el Gobierno de Buenos Aires. Lo que siguió hasta la Convención Preliminar de Paz de 1828 (circunstancia jurídica y política que determinó nuestro nacimiento como Estado) fue el resultado de ese “inmenso querer” en búsqueda de una identidad, quizás distinta en su formulación al sueño integral del Protector.

Lo cierto es que los orientales forjaron esa libérrima voluntad de ser ellos mismos, y alcanzaron la independencia, al margen del interés de los ingleses de crear un Estado tapón por razones geopolíticas. Eso se debió, a que el ideario artiguista inserto en esa trama histórica, había instalado en su pueblo, alma, tradición y vocación de permanencia; en otras palabras, su identidad autónoma.

Artigas, en el marco de su proyecto confederado, creó la Liga de Provincias independientes, con separación de poderes y derechos individuales, basada en el respeto a la voluntad de los pueblos libres. Ya en 1813, las Instrucciones a sus diputados fueron el resumen de su orientalidad y de su convicción republicana y democrática. Dos años después, fue declarado el Protector de esas Provincias pobladas mayormente de indios, mestizos, negros y gauchos; esa, su gente, erigida en el centro de sus desvelos; a partir de allí, construyó una rebelde orientalidad y elaboró el Reglamento provisorio de Tierras de 1815 bajo la consigna de que “los más infelices fueran los más privilegiados”.

La derrota de Alvear y la ocupación por las fuerzas de Artigas de Montevideo en febrero de 1815 despertaron la preocupación de los “malos europeos y peores americanos”. Como consecuencia, la trenza porteña lusitana agregó un tiento y acordó en 1816 la invasión portuguesa a la Provincia Oriental, centrando su lucha contra los artigueños en las codiciadas Misiones orientales. Las poderosas fuerzas desplegadas determinaron la derrota militar del Caudillo, a las que se sumaron las traiciones de sus lugartenientes que culminaron con la firma del Tratado de Pilar. Perseguido por uno de ellos, y carente de fuerzas pasó a Itapúa y solicitó asilo al Dictador Francia. Los recelos mutuos no fueron obstáculo para que Artigas obtuviera la protección de Francia, aun cuando el Caudillo abrigaba la esperanza de aliarse con su amigo Yegros, ejecutado luego por conspirar contra el Dictador.

Confinado en Curuguaty, el Caudillo recibía una pensión que el Dictador cancela al enterarse que la repartía entre sus vecinos más pobres. Durante veinte años vive del producido de su trabajo como chacarero, en un entorno que se asemejaba al que eligió desde su adolescencia, la mestiza Villa Soriano, de vida muy diferente a la que se llevaba en el amurallado y europeizado puerto de Montevideo.

Pasados varios años mantuvo su vigor, pero su decisión de quedarse en el Paraguay mucho tuvo que ver con su edad, con los enfrentamientos armados que se producían en su vieja Banda Oriental y con la vida rural que llevó en Curuguaty y luego en Ibiray. Queda constancia que se negó a retornar al Uruguay a pesar de la insistencia de su hijo José Manuel Artigas Villagrán y de los enviados de su otrora lugarteniente Rivera, al que ni siquiera respondió los pliegos que le remitiera. En su decisión también debió pesar el hecho de que en el alejado paraje de Curuguaty formó familia con Clara Gómez, una atractiva joven con la que tuvo en 1827 a su último hijo, Simeón, que creció junto a sus padres hasta que ingresó a la Caballería del ejército paraguayo. En el futuro, Simeón llegaría a ser Teniente Coronel y a luchar en la guerra de la Triple Alianza cayendo prisionero en Cerro Corá, el 1º. de marzo de 1870, donde el enemigo terminó con la vida del Mariscal Francisco Solano López

Muerto el Dictador Francia en 1840, el Caudillo fue convidado por el Presidente Carlos Antonio López a asesorar al ejército paraguayo y a residir en Ibiray, su quinta de verano ubicada a escasas leguas de Asunción. Si bien Artigas declinó esa oferta, desde su instalación en Ibiray en 1845, cada domingo mantenía con el presidente López largas conversaciones, que seguramente habrán sido el compendio de la historia real de la epopeya artiguista. Fue así que compartiendo la intimidad de la familia López, ya anciano, fue visitado por varios personajes, entre ellos, su hijo José María Artigas Villagrán, el General José María Paz, el médico francés Alfredo Demersey, un comisionado de Juan Manuel de Rosas y el hijo de su amigo Fulgencio Yegros.

En 1850, Artigas murió con 86 años, reclamando a su lado a su caballo moro. El viejo y respetado General de largos pelos blancos, fue enterrado en el cementerio de la Recoleta acompañado de un reducido séquito, incluido Benigno López, hijo del Presidente. Había muerto donde decidió terminar sus días. El traslado al Uruguay de los restos del Prócer en 1855 y sus avatares son otra historia.

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