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A descentralizar

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SANTIAGO GUTIÉRREZ SILVA
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Hace más de cien años Uruguay es espectador de lujo del despoblamiento de las zonas rurales. Zafra tras zafra, según el ciclo económico y la suerte del clima, un determinado número de productores abandona su actividad agropecuaria y emigra hacia los centros poblados buscando mejor suerte.

Generalmente también lo hacen aquellos que perdieron su puesto de trabajo en esta misma situación. Con poca o ninguna formación en otras actividades que el trabajo en el campo, todos podemos imaginar qué probabilidades de independencia y éxito pueden tener estos orientales en la ciudad.

En gran parte debido a este constante y penoso fenómeno, se formaron en la periferia de los centros urbanos, los conocidos “cinturones de pobreza”, donde vive una importante mayoría de las familias con mayor cantidad de necesidades básicas insatisfechas. Generaciones tras generaciones ingresan en un círculo vicioso muy difícil de romper.

Este proceso, que ningún gobierno ha sabido afrontar, es desde este punto de vista, la raíz de la gran mayoría de los problemas socioeconómicos de nuestro querido país.

El “exilio” rural impacta de forma directa en al menos tres niveles profundamente interconectados:

A nivel sociocultural, el desarraigo provocado genera una erosión de la relación de las personas con su pago. Más que una simple ubicación, existe un fuerte vínculo espiritual, afectivo y cultural entre los hombres y mujeres de campo y la fracción donde habitan, los animales, las tareas, sus vecinos y sus costumbre. Eso tan difícil de describir que a veces llamamos livianamente ruralidad. El sol cayendo detrás de un monte de sarandices, el fuego siempre prendido y el mate amargo, la mirada franca y el apretón firme. El esfuerzo, el compromiso y la sonrisa humilde. Indirectamente obligar a cierta parte de la población a abandonar su tierra, ¿no atenta contra sus derechos humanos?

A nivel educativo, las oportunidades empeoran cuanto más nos alejamos de las ciudades. Niños y niñas que ensillan bajo una helada cuando aún no amaneció, para recorrer varios kilómetros y llegar a la escuela. Por allí no pasa un Cutcsa en el horario preestablecido, porque no es rentable ni los caminos lo permiten. Los que llegan a secundaria, generalmente deben trasladarse a la ciudad más cercana, y aquellos que, contra viento y marea, terminan el liceo, inevitablemente deberán, una vez más, exiliarse a Montevideo con todos los costos que esto implica, haciendo de la formación terciaria un lujo.

Las consecuencias a nivel económico están a la vista. Hombres y mujeres con menos oportunidades educativas, son obligados a reinventarse para conseguir un trabajo, en el caso de los que tienen más suerte, o a sobrevivir, la mayoría.

Gran parte de esos exiliados y sus descendientes terminarán con su futuro condicionado, por la ausencia de un famoso Estado grande y fuerte, que vive mirando el mar y de espaldas al campo, como curiosamente ilustra la estatua de un vanagloriado líder político, en el cruce de las rutas 1 y 3. Menos kilos de carne y granos, menos litros de leche y más desocupados.

El gobierno del Partido Nacional tiene la obligación de generar el comienzo de un círculo virtuoso de políticas integrales que serán de Estado, atacando la mayor injusticia que nuestro país históricamente ve pasar con letargo. Desde el Estado debemos pensar y planificar el Uruguay del mañana, donde la calidad de nuestras oportunidades no dependa el pago donde nacemos.

Donde el inconsistente y perverso antagonismo campo-ciudad no tenga asidero, y el país entero sea orgulloso conocedor de su más noble tradición. Romper con el falso prejuicio de lo rural como mundo de estancieros poderosos y entenderlo como el fundamental rol social, cultural y económico que cumple en este país.

Para que esos productores y trabajadores dejen de abandonar su pago, es necesario que la rentabilidad de un establecimiento rural no la marque su escala, sino la productividad. Allí debe estar el Estado, para hacer llegar el conocimiento, las tecnologías y el financiamiento que permitan a un productor con pocas hectáreas ser eficiente en el uso de sus recursos y económicamente viable. Debe el Estado replantear la lógica impositiva que no se ajusta a la dinámica productiva.

Deben las empresas estatales mejorar su gestión para bajar el costo de la energía necesaria para producir. Allí debe estar el Estado para mantener en condiciones rutas nacionales y caminos vecinales.

Debe salir el Estado a negociar por el mundo para bajar costos arancelarios y así vender mejor nuestros productos de reconocida inocuidad y calidad. Debe el Estado ser socio, un motor de independencia, de libertad.

Es de suma importancia continuar y potenciar la creación de nuevos polos estudiantiles de primer nivel en el interior, que acerquen la universidad a sus alumnos.

Es también necesario repensar el rol del Instituto Nacional de Colonización, dejando de lado esa voraz vocación de compra de tierras sin criterio técnico. El objetivo debe orientarse a impulsar a los adjudicatarios a que sean productores modelo. Lograr que todos los colonos sean potenciales compradores de su fracción.

El gobierno tiene que dar el puntapié inicial del afincamiento que generará la sinergia necesaria para que se instalen servicios de calidad, empresas que creen puestos de trabajo genuinos, y por lo tanto se reduzca la brecha de oportunidades.

Con la profunda convicción que los orientales todos suman de a uno, y no de a cuantos se agrupan, reafirmo la imperiosa necesidad de hacer un profundo estudio diagnóstico multidisciplinario, para revitalizar las posibilidades de progreso fuera de la capital. Bajo el bien entendido concepto de que progresistas son todas aquellas políticas reales que apuntan hacia el desarrollo y bienestar de la sociedad en su conjunto, no solo en tiempo presente, sino para las próximas generaciones, no se me ocurre un propósito más igualador y progresista que este.

Como alguna vez dijo Wilson: “No estoy dispuesto a aceptar que haya ningún partido político más progresista que el mío en mi país”.

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