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Ídolo con pies de seda

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RODRIGO CABALLERO
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El verdadero exceso en la vida de Diego Armando Maradona, el principal y más extremo de todos, fue el talento que el Universo le puso en la pierna izquierda. Demasiado para un solo hombre, podría llegar a reclamar alguno que se considere apto para juzgar al que todo lo decide y todo lo crea.

El resto es secundario. Apenas cuestiones humanas que, a diferencia del talento mencionado, forman parte de la vida de millones de personas en Villa Fiorito, La Comercial o Beverly Hills.

Al mismo tiempo, muchos creen que la merced que le fue dada determinó su ruina. Y eso es un error tan grande como el amor y la admiración que el Diez supo generar. Maradona, sin talento, no habría llegado a los sesenta años. En cambio es probable que hubiera sido uno más en la larga lista de niños nacidos en la villa que no alcanzan la adolescencia. Quizá habría muerto de miseria o, como canta Caetano Veloso: de susto de bala o vicio.

¿O alguien es capaz de imaginar, en un Pelusa patadura, a un chico estudioso hoy evolucionado en un manso sexagenario a la espera de la jubilación para dedicarse a disfrutar una vejez tranquila junto a sus hijos y nietos? Y no me venga con eso de la estigmatización, que lo que se acaba de decir está basado en la estadística pura y dura apoyada por el diario del lunes.

El don de Diego, en cambio, lo sacó de la pobreza. Le permitió maravillar al mundo e inspirar a millones. Le dio la posibilidad de llevar su nombre y el de su patria a los rincones más recónditos de la Tierra, y de conquistar los corazones de gente tan diversa como el uruguayo de nueve años que supo ser quien esto firma mientras miraba extasiado el Mundial de México ’86; y también el de un niño árabe sin piernas al que el sueño de atajarle un penal al Diez se convirtió en la realidad de ver cómo la pelota se le colaba en el ángulo, sin dejarle la más remota posibilidad de evitarlo. Un botija que, en ese video viral que a muchos indigna, fue tratado de igual a igual, quizá como nunca antes, por el ídolo máximo de su vida. En lugar de considerarlo una persona en inferioridad de condiciones y por ello patearle despacito y a las manos, Maradona se la colgó allá, donde tejen su tela las arañas, y lo hizo sentir, al menos por un instante, un golero de verdad.

Ocupar el sitial de mejor futbolista del mundo es algo que le toca a unos pocos. Una verdadera rareza. Pero más improbable aún es que la persona en cuestión sea, además, idónea en otras lides.

Maradona tenía una sola responsabilidad. Y fue la que él mismo se impuso: hacer feliz a su pueblo desde adentro de una cancha de fútbol. La cumplió con creces. Así que de ninguna manera debió ser, además, ejemplo de nada ni de nadie. Por eso nadie tiene derecho a reclamarle nada.

Que el lector perciba a alguien como un extraordinario ser humano, no significa que ese alguien lo sea. La subjetividad del lector es suya y de nadie más. Esperar del otro lo que uno desea, es la mejor manera de desilusionarse.

Y de juntar motivos para criticar.

A nadie nunca se le ocurrió juzgar a Mahatma Gandhi por su desempeño dentro de una cancha de fútbol. De haberlo hecho, el juicio hubiera sido negativo. Sin embargo no son pocos los que se apresuran a juzgar a Diego por su comportamiento allende las líneas de cal. Algo tan absurdo como inconducente.

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