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Covid y caranchows

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RODRIGO CABALLERO
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En un artículo publicado en el newsletter The Morning, del New York Times, su autor, Davis Leonhardt, narra un truco que durante más de 30 años un profesor de derecho de la Universidad de Yale le gasta a sus alumnos.

“Imaginen ustedes a un ser superior que se presenta para ofrecer a la humanidad un invento maravilloso capaz de mejorar la vida de las personas en casi todos los aspectos -empieza diciendo Guido Calabresi.

”Permitiría a la gente pasar más tiempo con amigos y familiares, conocer nuevos lugares y realizar trabajos que de otro modo no podrían hacer jamás. Pero también vendría con un alto costo. A cambio de otorgarle este invento maravilloso a la sociedad, el dios exigiría la vida de 1.000 hombres y mujeres jóvenes. ¿Aceptarían el trato?”.

Los estudiantes, en su inmensa mayoría, dicen que no. Que el costo es demasiado alto para aceptar.

Entonces el reconocido profesor remata la fábula con una pregunta:

“¿Qué diferencia ven entre esto y el automóvil?”

“Los automóviles”, sostiene luego el periodista Leonhardt en su artículo, “matan a bastante más que mil jóvenes por año. Y ni menciona la cantidad de personas que deja con graves lesiones permanentes, tanto a nivel físico como cognitivo”.

El ejercicio del profesor Guido Calabresi revela que la percepción del riesgo es subjetiva.

No solo respecto el tráfico, sino también a todos los demás peligros a los que uno se expone cuando realiza la básica acción de vivir.

Incluso a los más nuevos, esos que hasta hace poco no existían, como el famoso Covid-19.

Por eso hay quien no se pone el cinturón de seguridad al subir al auto y también quien se calza doble barbijo hasta los ojos aunque viaje solo.

Todas las mañanas, al salir de casa rumbo al trabajo, cada uruguayo se expone al riesgo de morir en un accidente de tránsito.

¿Deberían los líderes del mundo prohibir este invento maravilloso, al decir de Calabresi, para evitar esta posibilidad?

En un extremo están los que creen que sí, que la solución es esa: prohibir los automóviles hasta que alguien pueda crear algo que nos haga inmunes a los accidentes.

Otros, en cambio, optan por ponerse cinturón, no excederse en la velocidad, no conducir con la conciencia alterada por el sueño o el alcohol, y respetar las señales de tránsito. Minimizar los riesgos se llama eso.

También existen, claro, los inconscientes. Esos que andan corriendo picadas por la rambla a toda velocidad, con la música al mango, una mano en el volante y la otra sosteniendo un trago.

Y por último están los que entienden cabalmente la situación pero optan por sacar partido del miedo y la incertidumbre de la gente.

Son los caranchos. Aves de rapiña que eligen convencer a los más temerosos y a los menos dotados de recursos intelectuales de que el automóvil es un asesino en serie implacable, y que urge prohibirlo antes que siga arrebatándonos la vida de nuestros seres queridos.

Y que todas las muertes por esta causa son evitables y pesarán sobre los hombros de aquellos que tuvieron la posibilidad de prohibir su uso pero no lo hicieron.

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