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Ganadores y perdedores

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Pablo Da Silveira

La aprobación de la nueva Ley de Educación fue un acto de prepotencia legislativa por parte de la coalición de gobierno. Y, como todo acto de prepotencia, dejó ganadores y perdedores.

¿Quiénes ganaron? En primer lugar los gremios docentes, que pasarán a controlar casi todo lo que ocurra en la enseñanza pública. El rechazo que algunos gremios manifestaron fue una medida de presión para intentar aumentar el tamaño de la tajada, pero en el fondo hay satisfacción. El día que un nuevo gobierno se proponga derogar esta mala ley, probablemente veremos a esos mismos gremios salir en su defensa.

En segundo lugar, ganaron los partidos de izquierda, muy especialmente aquellos que tienen una gran capacidad de influencia sobre las organizaciones sociales. Esas fuerzas políticas saben ahora que, ganen o pierdan las elecciones, conservarán el dominio de la enseñanza.

También ganaron los malos docentes y funcionarios, que no quieren cambios porque se niegan a enfrentar desafíos. Ganaron los practicantes del ausentismo docente, los fabricantes de deserción, los que se niegan a rendir cuentas. La nueva conformación de los órganos de gobierno de la enseñanza les asegura que nadie va a exigirles mucho. Por ejemplo, es probable que, si esta ley no es derogada en breve, haya dificultades crecientes para hacer participar al país en pruebas internacionales de aprendizaje. Es que compararse incomoda, y desde ahora manda el que debería ser evaluado.

Es plausible que entre los ganadores también esté la enseñanza privada, aunque no se lo haya propuesto ni haya hecho nada. El bloqueo y el deterioro generados por esta mala ley favorecerán el traslado hacia el sector privado de muchos que hoy permanecen en la enseñanza pública. A menos que se lo impidan, claro. Y hay maneras de hacerlo.

¿Quiénes perdieron? En primer lugar, la Constitución de la República, que fue olímpicamente ignorada: esta ley crea cargos de dirección en un ente autónomo dentro de los doce meses previos a la realización de elecciones nacionales. Eso está estrictamente prohibido por el artículo 229 de la Carta Magna. Parece que no importa.

En segundo lugar, pierden los docentes y funcionarios que quieren hacer bien las cosas y están dispuestos a embarcarse en procesos de mejora. Si la ley no se deroga, todos ellos encontrarán en el futuro más razones para el desencanto.

En tercer lugar perderán los centenares de miles de alumnos que constituyen el público cautivo de nuestra enseñanza estatal. Los hijos de los uruguayos más pobres seguirán atados a lo peor de una enseñanza que, como fue puesto en evidencia por la prueba internacional PISA, es la más estratificada de América Latina.

Pero quien también perdió fue el gobierno. La aprobación de una gran ley de educación dotada de amplios apoyos políticos y sociales era uno de los sueños de la presente administración. Ese día era imaginado como un momento luminoso y de festejo, pero terminó casi en clima de derrota. La bancada oficialista votó aislada y fragmentada. No sólo fue incapaz de responder a las duras críticas de la oposición, sino que apenas esbozó argumentos para defender un proyecto en el que nadie parecía creer. La trifulca en las barras dejó entrever, como cierre del espectáculo, el estilo de quienes desde ahora manejarán la enseñanza pública.

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