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Astronautas

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GERARDO SOTELO
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Hace cincuenta años el mundo era redondo y azul. La Guerra Fría había generado una carrera espacial que culminó con el ser humano paseando por la superficie de la Luna, algo que no había sido más que un sueño de escritores alucinados hasta pocos años antes.

La hazaña del Apolo 11 era también la de los EE.UU., que coronaban así su superioridad tecnológica y organizativa sobre la Unión Soviética.

La dimensión de la caminata lunar de Armstrong y Aldrin opacaba las contradicciones y conflictos de la sociedad que los había lanzado al espacio. La carrera espacial, en términos generales, era objeto de la disputa por la hegemonía en un mundo bipolar, y sus enormes costos, motivo de discusiones.

Las imágenes y relatos sobre semejante aventura marcaron la infancia de mi generación. ¿Hacia dónde irían los nuevos desafíos cósmicos? ¿Sería Marte la siguiente frontera? Ser astronauta parecía un sueño lo suficientemente grandioso y posible para cuando fuéramos grandes.

La historia de la llegada a la Luna no comenzó siete años antes de 1969, con el reto lanzado por el presidente Kennedy, ni tampoco con el 4 de octubre de 1957, cuando la URSS lograba que el primer satélite artificial, el mítico Sputnik 1, orbitara la Tierra.

El ser humano existe porque tiene horizontes imaginarios que parecen inalcanzables. Algunas veces, las menos, su espíritu descubridor tiene conquistas casi sobrenaturales, como el Apolo 11. Otras, se registra de manera tan pedestre y cotidiana que nadie repara en ella, como la sucesión de decisiones que nos convirtieron, después de deambular durante milenios, en una raza sedentaria y civilizada.

Pero quien nos llevó a la Luna y nos trajo a este presente de revolución biotecnológica, inteligencia artificial y abundancia fue un primate humanoide, inquieto hasta el delirio, que decidió desafiar su destino de árbol y lianas, y se lanzó a caminar sobre sus piernas, en alguna pradera del este de África.

Podrá objetarse que la conquista de la Luna fue engendrada por el deseo de dominación sin reparar en el despilfarro. En los hechos, el abuelo mono debió tener también sus artimañas.

La clave es que no habría humanidad sin esa vocación expansiva que nos lleva a superar nuestros récords, nuestro nivel de comprensión del mundo y nuestros dominios, para ver qué hay más allá. Cincuenta años después del alunizaje, los humanos estamos comenzando a aceptar las fronteras que nos impone la naturaleza, lo que reafirma la antigua idea civilizatoria del límite al derecho propio basado en el derecho ajeno.

Después de la Luna no vino nada de una épica comparable. A menos que le demos una dimensión de hazaña cósmica a nuestras victorias terrícolas contra los gobiernos autoritarios del continente, la destrucción del Muro de Berlín y la debacle del imperio comunista, los triunfos en la lucha contra el racismo y toda forma de discriminación, y al aumento del bienestar de poblaciones hasta ahora condenadas a la miseria.

Pero cuando se recuerda una conquista como la de la Luna no se debe olvidar al antepasado más remoto que un día decidió bajar del árbol, ni a su noble descendencia, que no deja de caminar y buscar, aunque ningún niño quiera ya ser astronauta.

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