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Adalides de la Nación

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Mi generación ingresó a la facultad de Derecho de la Universidad de la República en marzo de 1965. Fui testigo y víctima del atropello que los activistas del comunismo y terroristas afines llevaron por entonces adelante. No quedó destrozo por hacer, tomando a la sede histórica de 18 de julio como reducto de agresiones personales internas y cuartel de operaciones de asonadas callejeras.

Mi generación ingresó a la facultad de Derecho de la Universidad de la República en marzo de 1965. Fui testigo y víctima del atropello que los activistas del comunismo y terroristas afines llevaron por entonces adelante. No quedó destrozo por hacer, tomando a la sede histórica de 18 de julio como reducto de agresiones personales internas y cuartel de operaciones de asonadas callejeras.

No interesaba la casa de estudios y, guareciéndose materialmente tras sus paredes, clamaban con cinismo -adicionalmente- la tutela que daba a la guarida la “autonomía universitaria”, considerada un cerco institucional para eludir la acción legítima de las fuerzas del orden.

En aquel caos -mi generación- perdió en su vida universitaria tres años de dilación en los estudios. Entre huelgas e intervención estatal necesariamente dimos casi todas las materias en examen libre. Y, a pesar de lo dicho, surgieron abogados conceptualmente consistentes, guardia pretoriana del Estado de Derecho. Es que estudiábamos en libros de juristas colosales de proyección y respeto internacional.

Por estos días dos recuerdos surgen espontáneamente.

Recientemente falleció el Dr. Daniel Hugo Martins.

Nacionalista. Amigo personal. Recordarlo me implica un duro pésame. Su tarea académica, su vocación docente y su acción profesional llevada olímpicamente hasta una nonagenaria muerte fueron singulares. Por responsabilidad cívica fue candidato electo para el viejo Concejo Municipal de Montevideo, y fue también Ministro de Economía cuando el fenecido Poder Ejecutivo colegiado. Y -en el último gobierno nacionalista- se desempeñó como Ministro de Defensa Nacional, oportunidad en la que compartimos gabinete. Escribió vasta y relevante obra. Por haber sido sustento para asesores letrados y gobernantes republicanos, destacaré arbitrariamente la actualización permanente del Tratado de Derecho Administrativo del Dr. Enrique Sayagués Laso, de vigencia inamovible más allá de los tiempos.

En otro orden, días atrás, por iniciativa de quien además de ser distinguido abogado y hombre público, ha ejercido como profesor de Derecho Financiero, el Dr. Alberto Brause Berreta, viene de presentarse un libro sobre otro académico gigante: el Dr. Eduardo Jiménez de Aréchaga. Estudiamos en sus clases editadas de Derecho Internacional Público, de una sustancia y una claridad propia de las inteligencias superiores. Sobre su reconocimiento universal baste recordar que, lo que probablemente ningún compatriota logre remota y nuevamente, fue por años Presidente de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. La máxima judicatura planetaria. Era hombre del Partido Colorado y en las horas más tristes del desvarío leninista y radical, aceptó el Ministerio del Interior en el gobierno democrático del Sr. Jorge Pacheco Areco. Por patriotismo y grandeza, sin mirar riesgos, y con nada para ganar, más que servir a su conciencia y al país.

A Martins la FEUU, célula soviética, le negó hace poco el reconocimiento de profesor emérito. A Jiménez de Aréchaga los bárbaros, hijos de la mediocridad más excelsa, por “razones políticas’’ le destratan.

No ofende quien quiere, sino quien puede y ambas figuras de la Democracia, son más allá de sus opciones políticas y partidarias cumbres del pensamiento, y la conducta, y emblemas de la República y el Derecho.

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Ricardo Reilly Salaverri

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